Pozos de ambición
(Paul Thomas Anderson, 2007)
Por José María Caparrós (1943-2018). Fue Catedrático de Historia Contemporánea y Cine de la Universidad de Barcelona y Fundador del Centre d’Investigacions Film-Història. Crítica publicada en Film-Historia, vol. XVIII, no. 1-3, 2008.
Estrenada en España con el título de Pozos de ambición, la oscarizada There Will Be Blood, de Paul Thomas Anderson, es una pieza magistral, que confirma la valía de este cineasta vanguardista.
P. T. Anderson –tal como firma el joven autor norteamericano– nació en Studio City (California), el 26 de junio de 1970. Tras cursar cine en la Universidad de Nueva York, realizó en el Taller de Sundance Institute –sede del famoso Festival de Cine Independiente– Sydney (1996), una historia de amor, venganza y redención, a la que seguiría Boogie Nights (1997), sobre las desventuras de una familia de cineastas que lucharon para revolucionar la industria del cine “porno”. Sin embargo, fue la original Magnolia (1999) –Oso de Oro del Festival de Berlín– el filme que le refrendó como creador.
Importante película independiente, Magnolia es una aguda sátira sobre la sociedad estadounidense contemporánea, emparentada con el “realismo sucio” de Raymond Carver y el estilo coral de Robert Altman (especialmente, Vidas cruzadas), pero sin caer en el cinismo de éstos, sino más bien incidiendo en valores y problemas perennes: el amor y el odio, el cariño y la comprensión, la soledad y el remordimiento, la culpabilidad y el dolor, la rectificación y el perdón, el arrepentimiento y la aceptación de la muerte, el suicidio y la desesperación, o la posibilidad de volver a empezar; en definitiva, la redención.
Esta fábula moralizante tendría luego continuidad –junto a diversos trabajos para televisión– en Punch-Drunk Love (Embriagado de amor, 2002), y culminaría con sus habituales productores –Joanne Seller y Daniel Lupi– y el cameraman Robert Elswit –Oscar de Hollywood a la Mejor fotografía– en la presente realización: There Will Be Blood (2007).
Guionista asimismo de prestigio, Paul Thomas Anderson ha traducido libremente para la pantalla a uno de los grandes escritores norteamericanos: Upton Sinclair (1878-1968), un prolífico novelista social –de la Escuela Realista de Chicago (Premio Pulitzer 1943)–, antiguo militante socialista y defensor de los desheredados. Marginado como autor por un sector de su país debido a su denuncia del capitalismo, ofrecería en 1927 una obra magistral: Petróleo. En esta novela, con unos personajes perfectamente construidos, narraba el paso del mundo agrario a la sociedad industrializada. O mejor, en la atinada síntesis del crítico literario Miguel Sánchez-Ortiz, “la transformación de una geografía salvaje y de economía depauperada, basada en la explotación agrícola tradicional, en un escenario industrial, criminal con el medio ambiente, sostén de las explotaciones petrolíferas californianas”. Todo ello, en una época muy conflictiva, cuando los Estados Unidos entran en la Gran Guerra (abril de 1917) y estalla la Revolución soviética.
Ciertamente, en el universo que describe Upton Sinclair –inspirado en los escándalos de la Administración Harding, en el célebre Teapot Dome Affair de Wyoming– cualquier método era aceptable para lograr los objetivos de fortuna: el soborno, la mentira, el abuso de poder, la violencia, el crimen, la simulación, el engaño, la venganza…, sin olvidar los conflictos éticos, afectivos e ideológicos existentes no sólo de aquel difícil período. Y así cabe apreciarlo tanto en la brillante traducción que de esta ambiciosa novela hizo en 1930 el anarcosindicalista aragonés Felipe Alaiz (hoy recuperada por Edhasa, 2007), como en la libre adaptación cinematográfica de P. T. Anderson; pues los avatares psico-sociológicos y económicos de Daniel Plainview (magistral también Daniel Day-Lewis, merecido Oscar de Hollywood como Mejor actor) están relatados con pasión y notable perfección fílmica por este joven maestro del cine; innovador como los hermanos Coen, aunque éstos le ganaron las principales estatuillas doradas de 2007 por No es país para viejos.
Alejado, por tanto, del estilo convencional de un clásico film-espectáculo como Gigante (George Stevens, 1956), de temática análoga y con los galanes Rock Hudson, Elizabeth Taylor y James Dean como grandes protagonistas, Anderson incide en las constantes expuestas en la antes comentada Magnolia. Y en su nueva fábula, tras mostrar sin tapujos las miserias y los miedos humanos, parece rechazar otra vez el azar y las circunstancias; acaso porque, como Voltaire, piensa que el azar es una palabra vacía de sentido, ya que nada puede existir sin causa. Y esa causa (encarnada por el protagonista y su contexto histórico) es un enigma que únicamente sería soportable con la superación del odio y la redención de todo sufrimiento. Un sufrimiento que, a través de su sobria pero explícita y extensa narración, este cineasta “indie” sabe comunicar con creces al espectador, quien padece las desventuras de Daniel Plainview, su ascensión y caída; el descenso a los infiernos del oro negro. O del liberalismo económico.