Cyrano de Bergerac
(Jean-Paul Rappeneau, 1990)
Por Fernando Sánchez-Marcos (Catedrático emérito de Historia Moderna de la Universidad de Barcelona. Fundador y Director del portal web http://culturahistorica.org). Texto aparecido en Film-Historia, 1992, vol. 2, no. 1, pp. 73-74.
El extraordinario éxito alcanzado por el Cyrano de Jean-Paul Rappeneau es, sin duda, un nuevo testimonio de la gran sustancia humana del célebre personaje creado por Edmond Rostand. El narigudo y quijotesco espadachín de Gascuña, poeta enamorado y filósofo de la libertad, sigue cautivando a su amada imposible (y a los espectadores), encarnado ahora por el arrollador Gérard Dépardieu, que derrocha fuerza y virtuosismo verbal. Pero la entusiasta respuesta del público europeo y americano quizás se deba también a que el lenguaje fílmico de Cyrano de Bergérac conecta muy bien con la nueva sensibilidad neorromántica in crescendo en los últimos años. En cualquier caso, la obra de Rappeneau nos ofrece, además, una reconstitución histórica muy lograda; una bella y vitalista aproximación visual (y sonora) a la Francia barroca y cortesana. Y esta última dimensión centrará las líneas que siguen.
La mayor parte del film transcurre al final del reinado de Luis XIII, bajo el gobierno de Richelieu y sus créatures. Justamente una de éstas podría ser el altivo conde de Guiche (Jacques Weber), uno de los principales personajes del relato fílmico (aunque no fuera sobrino del Cardenal). Fueron aquellos años decisivos en la victoria de Francia sobre la Monarquía española en la purga por la hegemonía sobre Europa. Y en Cyrano encontramos recreado, de manera muy verosímil -con una estética que recuerda las lanzas de Velázquez- uno de estos hitos: la batalla por Arras (Artois/Pas de Calais) en 1640. Sin embargo, la larga y conmovedora escena final se sitúa quince años más tarde, cuando Luis XIV inicia su reinado y España es derrotada definitivamente en Flandes, en vísperas ya de la paz de los Pirineos. Lo deducimos por las noticias que Cyrano, poco antes de morir, comunica a su prima Roxane (Anne Brochet), en su poético y tardío encuentro amoroso. En ese encuentro ella, ya viuda, descubre que las inflamadas cartas de su bello Christian (Vicent Pérez) habían sido escritas por Cyrano.
El film de Rappeneau nos reconstituye con gran fidelidad, mediante un experto asesoramiento, no solamente las artes de la espada (la tecnología militar y el hambre de la guerra, en los dos sentidos de la expresión), sino también diversos aspectos de las artes de la paz. Por ejemplo, nos introducimos, fascinados, en una trepidante representación teatral parisina como encuentro abigarrado y bullicioso de actores, aristócratas vistosos, pueblo propenso a la chanza y académicos vigilantes. Ante nuestros ojos (y no únicamente en esta magnífica escena), Rappeneau despliega toda una suntuosa cultura de las apariencias, del poder y de la sumisión, contra la que lucha, en cierto modo, Cyrano. Este, lector de Descartes, renuncia a ser, como poeta «un lujo para un noble de casta» y prefiere la independencia al éxito bajo el manto protector de un poderoso. Por ello le envidiará Guiche, quien, como mariscal de Francia, conocerá las servidumbres del poder.
A partir de ahora habrá, al menos, tres Cyranos. El primero, sin duda, Savinien Cyrano de Bergérac, el soldado, literato y pensador utópico nacido en 1619 en Chevreuse (no en Gascuña). El transmutado protagonista del drama romántico de EdmondRostand (de 1897) sería el segundo. Pero (sin desdeñar versiones fílmicas anteriores, como la de 1950), probablemente el tercero acabará siendo el Cyrano-Depardieu que comentamos. La inteligencia fílmica de su director y la sabia utilización de unos recursos humanos y económicos muy considerables han dado como fruto una obra excepcional, desde el punto de vista artístico e histórico, que prestigia el cine europeo.