De Heródoto a Voltaire

La Historiografía de Heródoto a Voltaire

El nacimiento de Clío [musa de la Historia]

La historiografía clásica grecorromana, considerada en conjunto, presenta unos contornos relativamente claros, unitarios y perfilados, en algunas dimensiones. En cuanto al contenido (lo que merece ser historiado): los orígenes y la evolución (sobre todo la reciente) de las comunidades políticas (en función de la propia), especialmente en momentos decisivos para su existencia (conflictos bélicos y/o expansión), y a través de los hechos más notables. También en cuanto a las finalidades: la indagación (de contenido político, en cierto modo), se entrevera con reflexiones y lecciones éticas en torno a la ambigua y escurridiza naturaleza humana, para inculcar moderación, patriotismo, amor a la paz y entereza ante los cambios de la fortuna personal y colectiva, ya que el bienestar humano no es permanente.

Todo ello a través de un relato unitario (en torno a una cuestión nuclear), bien estructurado, fidedigno (por la verificación y contraste de los testimonios, orales en buena parte), cautivador (sobre todo en Heródoto y Livio) y convincente (especialmente en Tucídides y Polibio). La experiencia de la mutación en el tiempo y el análisis comparativo entre pueblos u hombres parcialmente diferentes (los griegos y persas, Alejandro y César) enriquece la investigación histórica clásica. La curiosidad natural lleva a centrar la atención con frecuencia en lo extraordinario (las hazañas de la propia comunidad o las costumbres de otros pueblos que resultan desconcertantes, como los funerales de los reyes escitas).

En todo caso, la historiografía clásica tiene muy limitada su profundidad de campo geográfica, cronológica y teleológica. Es la historia del viejo mundo grecorromano y sus vecinos inmediatos, de unos pocos siglos (por lo general), una historia cuya culminación u horizonte final es ajeno a las preocupaciones, al menos explícitas y ampliamente operativas, de los historiadores. Lo noción de libertad y perfectibilidad humana, entrevista de algún modo en Tucídides, se equilibra con la acción de unas leyes de la naturaleza prácticamente inmutables y un destino o fortuna inexorable y bastante imprevisible. Para la gran pregunta de si la historia tiene algún sentido unitario, la historiografía clásica tiene sólo respuestas vagas e indirectas. Concentra su atención, casi exclusivamente, en las cualidades y problemas de medio alcance (el hegemonismo expansionista de los atenienses para explicar la guerra del Peloponeso, por ejemplo).

La historiografía grecorromana, historia de las comunidades políticas en sus coyunturas decisivas, historia de tiempo corto e historia que forma ciudadanos y gobernantes, la hacen hombres cercanos al poder, generales, gobernantes u hombres de letras próximos a éstos que escriben, sin una preparación profesional específica, basándose en experiencias propias (memorias) o cercanas a ellos. La historia es para los autores grecorromanos una actividad más bien derivada o secundaria y tardía en su vida.

 

El bautismo de Clío

Tomando como punto de partida la historiografía clásica grecorromana, vemos ahora qué continuidades y mutaciones observamos en la historia propia de la Cristiandad occidental en la Edad Media. Desde luego, hay entre ambas suficientes continuidades para que la identidad del término corresponda a una fuerte analogía del contenido: investigación y relato de los hechos pasados realmente acaecidos, centrada en la propia comunidad política, para enseñanza moral y de gobierno, llevados a cabo por hombres (género masculino) cultural y socialmente relevantes, con frecuencia “bien nacidos y educados en el comercio de los negocios importantes” (como dirá después Montaigne, refiriéndose a Commynes).

Sin embargo, quizás sea entre la historiografía del mundo clásico y la de la Cristiandad medieval donde observamos la mayor mutación. Una mutación, sin duda, mayor que entre ésta y la de la etapa renacentista-barroca. Un cambio de mayor entidad también, probablemente, que el sobrevenido entre la historia de la fase renacentista-barroca y la historiografía ilustrada. El bautismo de Clío significa un gran cambio de enfoque, en distintos aspectos, en la consideración de la aventura humana personal y colectiva. Gran mutación, sobre todo, si fijamos la atención en esa historia altomedieval, escrita al abrigo de los claustros.

Cambio en cuanto al contenido: la historia de la salvación, de la cristianización, de la santidad (historia religiosa y eclesiástica) preside o se añade a la historia de la evolución política. Por lo que respecta a la finalidad, la reflexión sobre la mutación y fragilidad de las construcciones humanas (“maquinas transituras”) tiene una finalidad de edificación religiosa, antes que de aprendizaje político. Lleva no a la imperturbabilidad estoica sino a la humildad y la esperanza cristianas. Aparece ya, claramente, la primera “consolación por la historia”, la de Agustín de Hipona y Otón de Freising. Porque la saturación teleológica, finalística (la historia humana es un peregrinaje y se orienta unitariamente hacia una plenitud total y futura ofrecida por Dios) es característica fundamental de la historiografía medieval, claramente contrapuesta en esto a la clásica.

Este universalismo virtual de la historiografía de la Edad Media, reflejado en las crónicas generales o universales, no obsta para que en el conocimiento de los procesos y hechos históricos concretos la profundidad de campo geográfica no haya variado sustancialmente respecto a la de la historiografía grecorromana. Hasta fines de la Edad Media la Cristiandad occidental es un mundo geográficamente enclavado, apenas entreabierto por las Cruzadas. En cuanto a la dimensión cronológica, el interés por las primeras etapas de la humanidad, desde sus orígenes adánicos, no se corresponde con unos métodos ni unas fuentes (a no ser los relatos bíblibos) aptas para satisfacerlos.

Si nos fijamos en las características y cualidades del relato histórico, junto a la veracidad y claridad, que siguen siendo buscadas, nos aparece (en contraposición también con la historiografía clásica, retóricamente más elaborada) una fresca simplicidad al modo bíblico, sea en las narraciones autobiográficas (Muntaner y Commynes) o en las obras apoyadas en testimonios ajenos (como las de Beda, Otón de Freising y Alfonso X).

El cambio de valores y de protagonismo social incide también en los autores de la historiografía medieval: los eclesiásticos (monjes y obispos) se añaden a los gobernantes o nobles cultos, para escribir historias que, de modo inmediato, siguen llegando, en la mayoría de los casos, a un público bastante reducido, pues ni el pergamino ni el papiro se reproducen con facilidad en unas sociedades muy mayoritariamente analfabetas.

 

Clío en la Corte

La historiografía de la época renacentista y barroca presenta evidentes continuidades con la historia de la Baja Edad Media. La historia de los reinos y repúblicas la escriben también, por lo general, (en esa época de “acortesamiento” de Clío) consejeros o servidores de los príncipes, para inculcar (mediante los “saludables documentos” de la historia) sabiduría política y moral, ante todo a los gobernantes, pero también a los súbditos. Sigue siendo importante la historia eclesiástica (potenciada por las Reformas religiosas) y la interpretación providencialista (ésta última más explícita en Gómara y Bossuet y como telón de fondo en Guicciardini y Clarendon, aunque sea rechazada de facto por Maquiavelo).

La revalorizada herencia clásica se muestra, a su vez, en otros aspectos de la historiografía renacentista y barroca: el retorno de la retórica en cuanto a la forma del relato, la apelación a la “fortuna” o destino, (especialmente en Maquiavelo), los “caracteres” plutarquianos (de Clarendon, por ejemplo), la atracción de Roma (como gran tema de estudio y entronque legitimador de los pueblos y dinastías).

Sin embargo, no todo es herencia recibida en la historiografía de los siglos XV-XVII. Hay también importantes novedades, hasta el punto de que algunos ven en ella el inicio de la historia moderna. Así, la noción de que la evolución en el tiempo de un grupo humano se plasma en las mutaciones de sus testimonios escritos (“anacronismo” de Valla, aproximación protohistoricista en la histoire parfaite francesa, necesidad de verificar la autenticidad de documentos mediante ciencias auxiliares de la historia de Mabillon). Este relativismo cronológico, se refuerza y complementa con el geográfico-cultural (en un mismo tiempo, dos pueblos pueden vivir de formas muy diferentes).

Dicho relativismo (insinuado ya en Heródoto) es consecuencia de la muy ampliada profundidad de campo geográfico que tienen ahora los europeos en su visión de la naturaleza humana, tras la gran expansión ultramarina. Las relaciones históricas que, desde fines del siglo XV, dan a conocer culturas y pueblos muy distintos (en África y América) estimulan las reflexiones comparativas y una historia no simplemente política, sino global, de la civilización (preconizada ya por Bodin). Hacia 1600, en Acosta y otros, comienza a madurar una filosofía evolutiva de la cultura. La exploración de los confines del globo estaba contribuyendo a una exploración, también desde la perspectiva temporal, de los dilatados confines del hombre; así como a un nuevo enfoque, más antropológico-cultural, de la historia. Pero el relativismo cultural, aún moderado, quedaba subsumido habitualmente en las convicciones del jusnaturalismo cristiano: la comunidad de naturaleza y de vocación trascendente del género humano.

Otra novedad no menos importante en la época del Renacimiento y del Barroco: la extensión a capas sociales nuevas (juristas, comerciantes) de la lectura y del gusto por la historia, así como los medios para conocer ésta (incluso diccionarios y otras obras de erudición, ya a fines del siglo XVII). Todo ello gracias a la existencia de la imprenta y de otras condiciones para una cierta difusión de la cultura general, en los medios urbanos de la más dinámica Europa occidental. Por otra parte, la mayor presencia de hombres de formación jurídica entre los autores de obras históricas potencia la aspiración a encontrar leyes en la historia y a ser más exigentes en el análisis de las pruebas (testimonios y vestigios literarios o materiales). Esta mayor exigencia se ve agudizada por el reto epistemológico cartesiano. El cambio de clima historiográfico es tal que, para los últimos decenios del siglo XVII, cabría quizás hablar de los inicios de una historia razonada, metódica y preilustrada; junto a la historia mayoritaria, representada por un discurso histórico bastante retórico, edificador de la legitimidad monárquico-dinástica y nacional, más propenso a la mitificación.

 

Clío entre los filósofos

En la historiografía ilustrada se dan importantes continuidades evolutivas con respecto a la de la etapa renacentista-barroca: el avance de la erudición (Muratori es una de las cimas), la muy marcada orientación educativa de la historia, su enfoque teleológico, el relativismo cultural, la autoría de hombres cultural y socialmente relevantes, (juristas bibliotecarios, publicistas y profesores), su difusión a grupos urbanos relativamente extendidos –aunque siguen siendo minoritarios–, favorecida por el estilo de los grandes divulgadores, como Hume y Voltaire; su gran atención a la historia nacional.

Pero en la historia que se escribe en el siglo de las Luces no son menos destacables sus facetas innovadoras. Por algo nos produce la sensación de una forma de aproximarnos al pasado bastante próxima ya, en varios sentidos, a nuestras concepciones actuales. Las transformaciones más importantes podrían sintetizarse, tal vez, en tres aspectos, que expondremos a continuación y que se reducen, quizás, a la convicción de que los cambios sociopolíticos hacia formas más satisfactorias (con mayor libertad y racionalidad) pueden y deben ser favorecidos por reflexiones de sustancia histórica (“discursos”, “consideraciones”, “ensayos”) nutridas de una sólida erudición que se plasma en notas a pie de página.

Cabe distinguir, como uno de los aspectos claves y diferenciadores, la clara y confiada afirmación del progreso de la humanidad hacia la perfección y la felicidad intramundanas (Voltaire, Gibbon) como hilo conductor de la historia; como síntesis del pasado y consoladora fe filosófica (por la historia transcurrida y para la historia que cabe esperar). Una afirmación que se desliga arriesgadamente, en bastantes casos, de la Providencia como garante del progreso.

Otro aspecto innovador: los esfuerzos por configurar, a partir de los datos históricos conocidos (cuya importancia se ve así acentuada) teorías explicativas, embrionarias, pero relativamente explícitas y formalizadas, acerca de la progresiva evolución de las sociedades humanas (una especie de física social que no siempre escapa al determinismo). Las realidades demográficas y económicas (especialmente el comercio) ocupan un papel importante en esas reflexiones (así, en Campmany), en consonancia con el dinamismo de la época en esos aspectos. Montesquieu marca la pauta en el esfuerzo por edificar, para el mundo humano, una ciencia análoga a la del mundo físico. Es lógico, por ello, que se encuentre insuficiente la anterior historia político-factual. Se prefiere también, en muchos casos, un tema de estudio extendido en el tiempo y en el espacio, que permita más perspectiva comparativa: Gibbon elige a Roma, Voltaire la historia universal desde Carlomagno, Robertson sintetiza la historia europea medieval.

Un tercer aspecto, no menos importante, distingue a la historiografía ilustrada de la renacentista y barroca: sus autores tienen, por lo general, una actitud más crítica hacia el poder monárquico establecido y son algo más independientes de él en cuanto a su patronazgo. En mayor medida que en la época anterior, los historiadores-filósofos de la Ilustración contribuyen con sus análisis no sólo a la legitimación del poder sino a la reforma (más o menos profunda) del mismo, en cuanto a los objetos (ideológicos y materiales) que éste persigue y en cuanto a los grupos que los detentan. El hecho de que tanto los liberales, como los socialistas marxistas, como muchos cristianos, puedan sentirse identificados con buena parte de los análisis de la historiografía ilustrada puede interpretarse, a la vez, como testimonio de su vigencia y de la ambigüedad de su mensaje.

Concluyamos con unas consideraciones de conjunto. Es notorio que hay una serie de grandes cuestiones y motivaciones de fondo que reaparecen de continuo en la historia; que se retoman en esa exploración, fascinante e incesante, a través del tiempo, de los contornos de la naturaleza humana. Así, la experiencia de la caducidad y el deseo de perennizarse; la concurrencia de libertad y necesidad en el desarrollo de los acontecimientos; la interrogación sobre existencia o ausencia de progreso hacia una meta que dé sentido a la historia; la preocupación por los orígenes y la legitimación de los distintos poderes, que enlaza con la capacidad humana de solidaridad y las tendencias al enfrentamiento entre personas y grupos, etc. La persistencia de esos leitmotivs por los que los hombres no han dejado de sentirse concernidos es, de alguna manera, una prueba existencial de la permanencia de una misma naturaleza, de un núcleo de humanidad común, el cual hace que consideremos como nuestros, en cierta medida, los relatos y reflexiones de Tucídides, de Clarendon y de Voltaire, por ejemplo. Doblemente nuestros, sin duda, como hombres y como miembros de la civilización europeo-occidental que ellos han contribuido a configurar.

 

Dr. Fernando Sánchez-Marcos (2009)

(Catedrático emérito de Historia Moderna de la Universitat de Barcelona. Fundador y Director del portal web http://culturahistorica.org).

Fernando Sánchez-Marcos: Invitación a la historia. La historiografía, de Heródoto a Voltaire, a través de sus textos (Barcelona: Labor, 1993)

Invitación a la historia resigue veintitrés siglos de evolución de la historiografía europea, desde el nacimiento de Clío en Grecia hasta la Ilustración, mediante una amplia y original antología de 59 textos (algunos ya clásicos y otros inéditos en castellano). Los textos se presentan y se contextualizan articuladamente, no solo como trasuntos del pasado, sino como espejos de cada «presente» y anticipaciones del actual (y poliédrico) discurso histórico. Esta obra, que concede especial atención a la época moderna, incita a pensar sobre la plasticidad de la condición humana y constituye también, por sus cuidadas secciones bibliográficas, una útil herramienta de investigación.

Fernando Sánchez-Marcos: La historiografía española del Barroco (1580-1684).

Trabajo de investigación que mereció una plaza de catedrático de universidad del área de conocimiento de “Historia Moderna” de la Universidad de Barcelona.

Barcelona, mayo de 2003.