Textos sobre la Historia como disciplina

Textos sobre la Historia como disciplina

Índice

1. Grecia: Heródoto | Tucídides | Aristóteles | Polibio | Plutarco

2. Tradición Judía: Samuel | Daniel

3. Roma: Cicerón | Tito Livio | San Agustín de Hipona

4. Edad Media: San Isidoro de Sevilla | Beda el Venerable | Otón de Freising | Ramón Muntaner

5. Renacimiento: Maquiavelo | Francesco Guicciardini | Francisco López de Gómara | Bartolomé de Las Casas | Jean Bodin | Bernal Díaz del Castillo | José de Acosta | Michel de Montaigne

6. Siglo XVII: Diego Saavedra Fajardo | Fray Jerónimo de San José | Dictionnaire française | Jacques-Bénigne Bossuet

7. Siglo XVIII: Giambattista Vico | Diccionario de Autoridades | Voltaire | William Robertson | Johan Gottfried Herder | Nicolas de Condorcet

8. Siglo XIX: Alessandro Manzoni |Thomas Babington Macaulay | François-René de Chateaubriand | Auguste Comte | Leopold von Ranke | Karl Marx | Jules Michelet

9. Siglo XX: Benedetto Croce | Johan Huizinga | Marc Bloch |José Ortega y Gasset | R. C. Collingwood | Lucien Febvre | Henri-Irénée Marrou | Paul Ricoeur | Fernand Braudel | Lawrence Stone

* Nota: Los autores se ordenan por orden cronológico (de redacción de obras mostradas). Para ver alguno de estos textos y otros textos en inglés, clica aquí.

1. Grecia

Heródoto (ca. 495-425 a. C.)

«Esta es la exposición del resultado de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros –y, en especial, el motivo de su mutuo enfrentamiento– queden sin realce. […]

Yo, por mi parte, no voy a decir al respecto que fuese de una u otra manera, simplemente voy a indicar quién fue el primero, que yo sepa, en iniciar actos injustos contra los griegos; y seguiré adelante mi relato ocupándome por igual de las pequeñas y de las grandes ciudades de los diferentes pueblos, ya que las que antaño eran grandes, en su mayoría son ahora pequeñas; y las que en mis días eran grandes, fueron antes pequeñas. En la certeza, pues, de que el bienestar humano nunca es permanente, haré mención de unas y otras por igual».

Heródoto. Historia, libro I, Proemio. [Edición: Heródoto. Historia, vol. I. Madrid: Gredos, 1977, p. 85. Traducción de Carlos Schrader. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia: la historiografía, de Heródoto a Voltaire, a través de sus textos. Barcelona: Labor, 1993, pp. 44-45].

 

Tucídides (ca. 471–400 a. C.)

«He aquí la historia antigua de Grecia tal como he podido reconstruirla, tarea difícil ya que no es posible, sin más, conceder autenticidad indistintamente a cualquier testimonio, porque los hombres aceptan sin fiscalización alguna las tradiciones del pasado, aunque se trata de su propio país. […]

Con todo, el que, de acuerdo con los indicios que he puesto de relieve, juzgue los hechos, más o menos, tal como los he expuesto, no se engañará, sin conceder más crédito al canto de los poetas, que exageran los hechos para embellecerlos, ni a las narraciones de los cronistas, más inclinados a encandilar el oído que a contar la verdad y toman como tema de sus obras unos hechos que no pueden comprobarse con rigor y que, dado el enorme lapso de tiempo transcurrido, han llegado a convertirse en meras leyendas increíbles; piense que mis reconstrucciones se han obtenido apoyándome en las fuentes más seguras, y que ofrecen un grado suficiente de credibilidad tratándose, como se trata, de hechos tan remotos. […]

En cuanto a los discursos pronunciados en cada bando antes de romperse las hostilidades, o ya en el curso de la guerra, resultaba prácticamente imposible reproducir las palabras literales con que se expresaron, bien recurriendo a mis recuerdos personales o a las informaciones que me llegaban de otras personas; en consecuencia, me he limitado a poner, en labios de cada orador, sencillamente los términos en que me parecía que debieron manifestarse en cada caso a tenor de las circunstancias, ajustándose lo más estrictamente posible al sentido general de sus declaraciones. Y en lo que concierne a los avatares del conflicto, me he creído en el deber moral de historiarlos no apoyándome en el testimonio de cualquier informador, o como yo me los imaginaba; mi narración se basa en lo que personalmente he presenciado y en las declaraciones de terceros, minuciosamente controladas por una rigurosa crítica. Investigación laboriosa, porque los testigos oculares de los acontecimientos no coincidían en sus referencias, sino que cada cual hablaba conforme a su partidismo o a su grado de memoria.

Por otro lado, acaso la ausencia, en mi obra, de todo elemento legendario, la hará menos sugestiva; en todo caso, me daré por satisfecho con que la juzguen de utilidad  todos aquellos que aspiran a formarse una idea de los hechos del pasado y de aquellos que, más o menos semejantes de acuerdo con las leyes de la naturaleza humana, puedan ocurrir en el futuro. Mi obra, en suma, es una adquisición definitiva, no una pieza de circunstancias compuesta para la satisfacción del momento».

Tucídides. Historia de la guerra del Peloponeso, libro I, 20-22. [Edición: Tucídides. Historia de la guerra del Peloponeso. Madrid: Guadarrama, 1976, pp. 42-43. Traducción de José Alsina. En F. Sánchez Marcos, Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 50-52].

 

Aristóteles (384-322 a. C.)

«Es claro, a partir de lo que hemos dicho, también que la función específica del poeta no es decir las cosas que ocurrieron, sino decir las cosas como podrían ocurrir, esto es, las cosas posibles según verosimilitud y necesidad. En efecto: el historiador y el poeta no se diferencias por decir las cosas en verso o en prosa (pues se podrían poner en verso los textos de Heródoto, y no serían menos una historia en verso que en prosa), sino porque el uno dice las cosas que ocurrieron y el otro dice las cosas como podrían ocurrir. Por eso la poesía es más filosófica y más elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo universal, en tanto que la historia dice lo particular. Lo universal es que ocurra que un hombre de determinada cualidad diga o haga cosas de determinada cualidad según la verosimilitud o la necesidad. A ello apunta la poesía, aunque ponga nombres. En cambio, lo particular es qué hizo Alcibíades o qué le ocurrió.»

Aristóteles. Poética, cap. IX. [Edición: Aristóteles. Poética. Buenos Aires: Ediciones Colihue, 2004, pp. 65-67. Traducción de Eduardo Sinnot].

 

Polibio (ca. 198–117 a. C.)

«Si los que han narrado antes que nosotros los hechos históricos, hubieran omitido el elogio de la propia historia, sería necesario quizá inclinar a todos a la elección y estudio de obras tales como esta, porque ninguna educación es más apta para los hombres que el conocimiento de las acciones pasadas. Pero como no algunos, ni incidentalmente, sino todo, por así decirlo, y desde el principio al fin ha procedido de esta manera, diciendo una y otra vez, que la instrucción y ejercicio más seguro en materia de gobierno, es la enseñanza a partir de la historia y que el método más claro y único de aprender a soportar con entereza las vicisitudes de la Fortuna es el recuerdo de las peripecias ajenas es evidente que si a nadie parece conveniente repetir lo que bien y por muchos se ha dicho, mucho menos a nosotros. Porque la novedad de los hechos sobre los que nos proponemos a escribir es suficiente por sí misma para invitar y estimular a toda persona, tanto joven como anciana, a la lectura de esta obra. ¿Pues qué hombre será tan necio o negligente que no quiere conocer cómo y mediante qué tipo de organización política casi todo el mundo habitado, dominado en cincuenta y tres años no completos, cayó bajo un único imperio, el de los romanos? De tal hazaña no se sabe que haya sucedido antes. Y a su vez, ¿quién habrá tan apasionado por algún otro género de contemplación o enseñanza que lo considere más ventajoso que un conocimiento de este tipo. […]

Nuestra obra comenzará, en cuanto al tiempo, en la olimpiada ciento cuarenta y, en cuanto a los hechos, entre los griegos, por la llamada guerra social que, en alianza con los aqueos, declaró Filipo, hijo de Demetrio y padre de Perseo, contra los etolios […]. Ciertamente que, en los tiempos anteriores a estos hechos, los acontecimientos del mundo resultaban desligados, porque cada suceso era diferente tanto por la iniciativa como por el resultado así como por el lugar. Pero a partir de este momento, la historia viene a ser un todo orgánico y los acontecimientos de Italia y Libia se entretejen con un único fin. He aquí por lo que hemos elegido el comienzo de nuestra historia a partir de esta época. […]

Lo peculiar de mi obra y lo sorprendente para nuestra época es lo siguiente: que así como la Fortuna ha dirigido casi todos los acontecimientos del universo hacia una sola parte y los ha obligado a inclinar cabeza ante un único y mismo objetivo, del mismo modo es tarea mía, mediante la historia, exponer bajo un solo punto de vista a los lectores el manejo de que la Fortuna se ha valido para la realización de todos sus designios. En realidad, lo que me ha invitado y empujado a la empresa de esta historia, ha sido precisamente eso y, con ello, también, el que ninguno de nuestro tiempo haya emprendido la concatenación de los acontecimientos en su conjunto: en tal caso habría puesto por mi parte mucho menos entusiasmo en mi tarea. Pero como observo que al presente muchos han historiado las guerras particulares y algunos sucesos simultáneos, mientras que nadie, al menos que yo sepa, ni siquiera se ha puesto a examinar la marcha general y conjunta de los acontecimientos, es decir, cuándo y de dónde surgieron, y cómo tuvieron su realización, he creído de absoluta necesidad el no omitir ni consentir que transcurriera en la ignorancia la más bella y útil obra de la Fortuna. Pues, aunque ella  siempre está produciendo cosas nuevas y continuamente interviene en las vidas de los hombres, jamás realizó obra semejante ni disputó certamen tal cual en nuestra época. Lo cual, por los que escriben aisladamente las historias, no es posible comprender a no ser que alguno, por haber recorrido las más célebres ciudades una por una contemplando sus representaciones por separado, presuma haber comprendido al punto la forma de todo el mundo, su situación conjunta y su disposición.  Esto no es en modo alguno probable, porque a mí al menos me parece que los que están convencidos de que mediante la historia particular pueden ver de manera proporcionada la totalidad, sufren algo parecido a lo que aquellos que, viendo los miembros desgarrados de un cuerpo, que fue animoso y hermoso, creyeran ser testigos oculares de la lozanía y belleza del propio ser vivo. Pues si alguno uniera de repente y restituyera íntegramente al ser vivo en su aspecto y viveza de alma y luego lo mostrara por segunda vez a aquellos mismos, creo que todos ellos confesarían al punto que estaban muy separados de la verdad y muy cercanos a los que sueñan. Formarse idea del todo por una parte, es posible, pero alcanzar ciencia y conocimiento exacto es imposible. Por ello, debemos concluir que en muy poco contribuye la historia particular al conocimiento y garantía de la universal; sólo por la trabazón y cotejo de todas las partes entre sí y también por su semejanza y diferencia, un buen observador llegaría y podría sacar de la historia, a la vez,  utilidad y deleite».

Polibio. Historia(s), libro I, 1-5. [Edición: Polibio. Historias, (libro I) 2 vols. Madrid: CSIC, 1972, pp. 8ss. Traducción de A. Díaz Tejera. En F. Sánchez Marcos, Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 50-52].

 

Plutarco (ca. 46–120 d. C.)

«Cuando me dediqué en un principio a escribir estas VIDA, tuve en consideración a otros; pero al proseguirlas y espaciarme en ellas he mirado también a mí mismo, procurando con la historia, como con un espejo, adornar y asemejar mi vida a las virtudes de aquellos varones. […] ¿Qué medio más eficaz que éste podemos elegir para la reforma de las costumbres?»

Plutarco. Vidas paralelas, Paulo Emilio y Timoleonte, I, Introducción. [Edición: Plutarco. Vidas Paralelas. Barcelona: José Janés, 1945, p. 567. Traducción de A. Ranz Romanillos].

*****

«Habiéndonos propuesto escribir en este libro la vida de Alejandro y la de César, el que acabó con Pompeyo, por la muchedumbre de hazañas de uno y otro una cosa sola advertimos y rogamos a los lectores, y es que si nos referimos todas, ni aun nos detenemos con demasiada prolijidad en cada una de las más celebradas, sino que cortamos y suprimimos una gran parte, no por esto nos censures y reprendan. Porque no escribimos historias sino vidas; ni es en las acciones más ruidosas en las que se manifiestan la virtud o el vicio, sino que muchas veces un hecho de un momento, un dicho agudo y una  niñería sirve más para declarar un carácter que batallas en que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y sitios de ciudades. Por tanto, así como los pintores toman para retratarlas semejanzas del rostro y aquella expresión de ojos en que más se manifiesta la índole y el carácter, cuidándose poco de todo lo demás, de la misma manera debe a nosotros concedérsenos el que atendamos más a los indicios del ánimo, y que por ellos dibujemos la vida de cada uno, dejando a otros los hechos de grande aparato y los combates».

Plutarco. Vidas paralelas, Alejando y César. Introducción, I. [Edición: Plutarco. Vidas Paralelas. Barcelona: José Janés, 1945, p. 731. Traducción de Antonio Ranz Romanillos].

2. Tradición judía

Libro de Samuel (ca. s. VI a. C.)

«Disgustó a Samuel que fueran diciéndole: “Nómbranos un rey que nos gobierne”, e invocó al Señor, pero el Señor le dijo:

Escucha la voz del pueblo en todo lo que te propone. No es a ti a quien rechazan, sino a mí; no quieren que sea su rey. Han obrado así desde que salieron de Egipto hasta el día de hoy: me han abandonado y han servido a dioses extranjeros, y así se portan ahora contigo. Sin embargo, escucha su voz, pero adviérteles bien y explícales los derechos del rey que reine sobre ellos.

Samuel transmitió estas palabras del Señor al pueblo que solicitaba un rey, y les dijo:

Éstos son los derechos del rey que reine sobre vosotros: tomará a vuestros hijos, los destinará a sus carros y a sus caballos y les hará correr delante de carrozas. Los utilizará en su ejército como jefes de centuria y oficiales. Les hará sembrar y segar sus campos, y fabricar armas y carros. A vuestras hijas las tomará como perfumistas, panaderas y cocineras. Vuestros campos, vuestras viñas y vuestros mejores olivares os los tomará para dárselos a sus sirvientes. De vuestras cosechas y de vuestras vendimias os exigirá el diezmo para dárselo a sus cortesanos y servidores. Vuestros siervos y siervas, y vuestros mejores bueyes y asnos, los llevará para emplearlos en sus labores. Hasta de vuestros rebaños os exigirá diezmos, y vosotros mismos seréis sus siervos. Aquel día gritaréis contra los reyes que vosotros mismos habéis elegido, pero entonces el Señor no os escuchará».

1 Samuel [ca. s. VI a.C.], 8, 6-18. [Edición: Sagrada Biblia. Antiguo Testamento, II: Libros históricos. Pamplona: EUNSA, 2000, pp. 286-288].


Libro de David (ca. 164 a. C.)

«El año primero de Baltasar, rey de Babilonia, Daniel tuvo un sueño y visiones en su cabeza mientras estaba en su cama. Enseguida escribió el sueño, hablando del comienzo de los hechos.

Tomó Daniel la palabra y dijo:

Estaba mirando en mi visión nocturna y he aquí que los cuatro vientos del cielo agitaban el Mar Grande. Cuatro bestias gigantescas salieron del mar, distintas una de otra. La primera era como un león y tenía alas de águila. La estaba mirando, cuando le arrancaron las alas; fue alzada del suelo y se levantó sobre sus pies como un hombre, y le dieron un corazón humano. Apareció otra segunda bestia semejante a un oso; estaba erguida de una parte con tres costillas en la boca, entre los dientes. Le dijeron: “Levántate, como carne en abundancia”. Después de esto yo seguía mirando y apareció otra como un leopardo. Tenía cuatro alas de ave sobre el lomo y la bestia tenía cuatro cabezas. Y le dieron el dominio. Después de esto seguí mirando en mi visión nocturna y apareció una cuarta bestia, terrible, espantosa, y extraordinariamente fuerte. Tenía grandes dientes de hierro, comía y descuartizaba, y las sobras las pisoteaba con sus pies. Era distinta de todas las bestias anteriores y tenía diez cuernos. Yo miraba atentamente los cuernos, y he aquí que otro cuerno pequeño surgió de entre ellos, y tres de los cuernos anteriores fueron arrancados delante de él. Aparecieron ojos, como ojos humanos, en aquel cuerno, y una boca que profería insolencias.

Seguí mirando hasta que se levantaron unos tronos y un anciano en días se sentó.

Su vestido era blanco como la nieve, el cabello de su cabeza como lana pura; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, fuego llameante. Corría un río de fuego que surgía delante de él. Miles de millares le servían, miríadas y miríadas permanecían ante él.

El tribunal se sentó y se abrieron los libros.

Yo seguía mirando, a la voz de las insolencias que profería el cuerno. Seguía mirando hasta que se le dio muerte a la bestia; su cuerpo fue descuartizado y arrojado a las llamas del fuego. Al resto de las bestias les quitaron su dominio, pero se les concedió cierto espacio de vida, hasta un tiempo y una hora.

Seguí mirando en mi visión nocturna y he aquí que con las nubes del cielo venía como un hijo de hombre. Avanzó hasta el anciano venerable y fue llevado ante él. A él se le dio dominio, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su dominio es un dominio eterno que no pasará; y su reino no será destruido.

A mí, Daniel, se me turbó mi espíritu a causa de esto, y las visiones de mi cabeza me asustaron. Me acerqué a uno de los que estaban de pie y le pedí la verdad sobre todo aquello. Él me habló y me hizo conocer la interpretación de aquellas cosas:

Esas bestias gigantescas, que son cuatro, son cuatro reyes que surgirán de la tierra. Pero recibirán el reino los santos del Altísimo y poseerán el reino por siempre, por los siglos de los siglos.

Entonces quise saber la verdad sobre la cuarta bestia –que era distinta de todas las demás, extraordinariamente terrible, con dientes de hierro y garras de bronce, que devoraba y trituraba, y pisoteaba las sobras con sus pies–, y sobre los diez cuernos que había en su cabeza y el otro que surgía y ante el que caían tres –el cuerno aquel con ojos y una boca que profería insolencias y cuyo aspecto era mayor que el de sus compañeros–. Yo seguía mirando, y aquel cuerno hizo la guerra a los santos y los venció. Hasta que llegó el anciano en días e hizo justicia a los santos del Altísimo, se cumplió el tiempo y los santos tomaron posesión del reino.

Respondió así:

La cuarta bestia es un cuarto reino que habrá en la tierra, y que será distinto de todos los reinos: devorará toda la tierra, la aplastará y la triturará. Los diez cuernos son diez reyes que surgirán de su reino, y otro surgirá después de ellos. Ése será distinto d elos anteriores y destronará a los reyes: pronunciará palabras contra el Altísimo, someterá a prueba a los santos del Altísimo y pretenderá cambiar los tiempos y la Ley. Serán entregados en su mano durante un tiempo, dos tiempos y medio tiempo. Pero se sentará el tribunal y le quitará su dominio, destruyéndolo y aniquilándolo definitivamente. El reinado, el dominio y la grandeza de los reinos que hay bajo todo el cielo serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo. Su reino será eterno, al que todos los soberanos temerán y se someterán.

Aquí el final del informe. A mí, Daniel, mis pensamientos me dejaron turbado y se me mudó el semblante; pero guardé las cosas en mi corazón».

Daniel [ca. 164 A.C.], 7. [Edición: Sagrada Biblia. Antiguo Testamento, IV: Libros proféticos. Pamplona: EUNSA, 2002, pp. 905-911].

3. Roma

Cicerón, Marco Tulio (106 a. C.-43 d. C.)

«Las normas que han de regir para la historia han de ser distintas de las de la poesía […] puesto que en la primera toda está en función de la verdad; en la segunda, en cambio, casi todo tiende al placer; aunque es verdad que en Heródoto, padre de la historia, y en Teopompo se encuentran muchísimas leyendas».

Cicerón. De legibus [52 a.C.], I . [Edición: Cicerón. La república y las leyes, ed. de J. Mª Núñez González. Madrid: Akal, 1989, p. 191].

*****

«La historia, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera del pasado, ¿por qué otra voz, si no la del orador, puede ser encomendada a la inmortalidad?».

Cicerón. De Oratore [55 a. C.], II, 36 .

*****

«¿Quién no sabe, en efecto, que la primera ley de la historia es no osar decir nada falso? ¿Y la segunda, atreverse a decir toda la verdad, incluso evitar, al escribir, la más mínima sospecha de parcialidad que pueda ser inspirada por el favor o la enemistad? Estos son los dos cimientos que, con toda seguridad, nadie ignora. La estructura por su parte reposa sobre los hechos y sobre las palabras que los expresan. La exposición sistemática de los hechos requiera un orden cronológico y la descripción geográfica. Es más, cuando se trata de acontecimientos importantes y dignos de ser recordados, el lector se espera encontrar en primer lugar la preparación, después la ejecución y por último el resultado, de modo que el historiador proceda del siguiente modo: para la preparación, que precise con claridad lo que piensa; respecto del acontecimiento, que cuente con detalle no sólo los hechos y dichos, sino además cómo se han producido; y cuando llegue al resultado, que exponga pormenorizadamente todas las causas que lo han determinado, que revelan ya sea el azar, o bien la osadía o la ligereza de los hombres; en fin, en cuanto a éstos, que no se limite a contar sus hazañas, sino también, al menos en aquéllos cuyo nombre goza de notable reputación, que haga referencia a su vida y carácter. En cuanto a la expresión, deberá buscar un estilo libre y fluido, expresándose con calma, de forma regular, sin nada de la aspereza que caracteriza a nuestro género judicial, sin ninguno de los rasgos mordaces propios de la elocuencia del foro».

Cicerón. De Oratore [55 a.C.], II, 62-64 . [Edición: Fernando A. Martín. Historia antigua, Barcelona: Edicions Universitat Barcelona, 2005, p. 11].


Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.)

«Ignoro si aprovecharía mucho escribir la historia del pueblo romano desde su origen; y si no lo ignorase, no me atrevería a decirlo, sobre todo cuando considero lo antiguo que son algunos hechos, y lo conocidos, merced a la multitud de escritores que constantemente se renuevan, y que pretenden, o presentarlos con mayor exactitud, o que oscurezcan con las galas del estilo la ruda sencillez de la antigüedad. Pero, sea como quiera, tendré al menos la satisfacción de haber contribuido a perpetuar la memoria de las grandes cosas llevadas a cabo por el pueblo más grande de la tierra; y si mi nombre desaparece entre tantos escritores, me consolarán el brillo y la fama de los que me oscurezcan. Es además labor inmensa consignar hechos realizados en un período de más de setecientos años, tomando por punto de partido los oscuros principios de Roma, y seguirla en su progreso hasta esta última época en que comienza a doblegarse bajo el peso de su misma grandeza; temo por otra parte, que los principios de Roma y los períodos a ellos inmediatos tengan poco atractivo para los lectores, impacientes por llegar a las épocas modernas en que el poderío, por harto tiempo soberano, cambia sus fuerzas contra sí mismo. Por mi parte, un provecho obtendré de este trabajo: el de abstraerme del espectáculo de los males que por tantos años ha presenciado nuestro tiempo, ocupando por entero mi atención en el estudio de la historia antigua y viéndome libre de los temores que, sin apartar de la verdad al escritor, consiguen sin embargo fatigarle.

Los hechos que precedieron o acompañaron a la fundación de Roma, antes aparecen embellecidos por fantasías poéticas que apoyados en el irrecusable testimonio de la historia; no pretendo, sin embargo, afirmarlos ni rechazarlos, debiéndose perdonar a la antigüedad esa mezcla de cosas divinas y humanas que imprimen caracteres más augustos al origen de las ciudades. Y, ciertamente, si puede permitirse a pueblo alguno que dé carácter sagrado a su origen, refiriéndolo a los dioses, sin duda alguna, ese pueblo es el romano; y al pretender que Marte es su padre y fundador, sopórtenlo con paciencia los demás pueblos, como soportan su poderío. Poco importa, sin embargo, que se acepte o rechace esta tradición. Lo importante, y que debe ocupar la atención de todos, es conocer la vida y costumbres de los primeros romanos, averiguar quiénes fueron los hombres y cuáles las artes, tanto en la paz como en la guerra, que fundaron nuestra grandeza y le dieron impulso, y seguir, en fin, con el pensamiento la insensible debilitación de la disciplina y aquella primera relajación de costumbres que, lanzándose muy pronto por rápida pendiente, precipitaron su caída, hasta nuestros días, en que el remedio es tan insoportable como el mal. Lo principal y más saludable en el conocimiento de la historia es poner ante la vista, en luminoso momento, enseñanzas de todo género, que parecen decirnos: ‘esto debes evitar porque es vergonzoso pensarlo, y mucho más vergonzoso el hacerlo’. Por lo demás, o mucho me engaña la afición a este trabajo, o jamás existió república más grande, más ilustre y más abundante de buenos ejemplos; ninguna otra estuvo cerrada por más tiempo al lujo y sed de riquezas, ni fue más constante en el culto a la templanza, y en el de la pobreza; de tal manera acomodaba sus deseos a su riqueza. Es en nuestros días cuando la avaricia se ha visto acrecentada por la opulencia, provocando el desbordamiento de los placeres, ante el temor de perderlo todo en el deleite y desenfreno. Pero estas quejas mías, aun siendo necesarias, tendrían poco éxito, y debo, por consiguiente, prescindir de ellas en los comienzos de este gran trabajo. Mejor sería, si tuviera el privilegio de los poetas, empezar invocando a todos los dioses y diosas, para conseguir de ellos, por medio de súplicas y ruegos, que fueran éstos quienes llevasen a feliz término una empresa tan grandiosa».

Tito Livio. Ab urbe condita. Historia romana [27-9 a.C.], Prólogo. [Edición: Historiadores latinos: Tito Livio, Julio César, Tácito, Salustio. T. Livio: Historia romana. Madrid: EDAF, 1970, pp. 3-4. Traducción de F. Navarro, M. de Valbuena y C. Coloma. En F. Sánchez Marcos, Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 58-59].


San Agustín de Hipona (354-430)

«¿Qué es, pues, el tiempo? Cuando nadie me lo pregunta, lo sé; cuando se trata de explicarlo, ya no lo sé. Sin embargo, y esto me atrevo a afirmarlo osadamente, sé que, si nada pasase, no habría tiempo pasado; que si nada ocurriese, no habría tiempo por venir; que si nada fuese, no habría tiempo presente.

«¿Pero esos dos tiempos, el pasado y el porvenir, cómo son, puesto que el pasado ya no es y que el porvenir todavía no es? El mismo presente, si siempre fue presente, sin perderse en el pasado, ya no sería tiempo; sería eternidad. Entonces, si el presente, para ser tiempo, debe perderse en el pasado, ¿cómo podemos afirmar que él también es, puesto que la única razón de su ser es el no ser ya? De modo que, en realidad, si tenemos el derecho de decir que el tiempo es, es porque se encamina al no-ser».

San Agustín de Hipona. Confessiones [398], libro XI, cap. XIV. [Edición: San Agustín. Confesiones. Barcelona: Editorial Juventud, 2002, pp. 253-254. Traducción de Agustín de Esclasans].

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«Pero no medimos el tiempo sino en el momento que pasa, cuando lo medimos con la conciencia que del mismo poseemos. El pasado que ya no es, el porvenir que todavía no es, ¿pueden medirse, a no ser que nos atrevamos a sostener que la nada es susceptible de ser medida? Una vez transcurrido el tiempo, puede ser perdido y medido. Una vez pasado, no es ya medible, puesto que ya no es».

San Agustín de Hipona. Confessiones [398], libro XI, cap. XVI. [Edición: San Agustín. Confesiones. Barcelona: Editorial Juventud, 2002, p. 256. Traducción de Agustín de Esclasans].

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«Lo que ahora me parece claro y evidente es que, ni el futuro, ni el pasado, no son. Resulta, pues, que el uno dice impropiamente: «Hay tres tiempos: el pasado, el presente y el futuro.» Más exactamente podría decirse, quizás: «Hay tres tiempos: el presente del pasado, el presente del presente y el presente del futuro.» Estas tres maneras están en nuestro espíritu, y no las veo en ninguna parte. El presente de las cosas pasadas es la memoria; el presente de las cosas futuras es la espera. Si se me permiten estas expresiones, entonces veo tres tiempos, sí, convengo en ello: son tres.

Que sigan diciendo: «Hay tres tiempos, el pasado, el presente y el futuro», puesto que ese uso se ha convertido en costumbre; sí, que lo digan. Poco me importa; no me opongo a ello, ni lo critico; pero a condición de que se comprenda lo que se dice, y que nadie se imagine que el futuro sea ya, que el pasado sea todavía. Es muy raro que hablemos apropiadamente; casi siempre nuestras expresiones resultan inexactas; pero bien se ve lo que queremos decir».

San Agustín de Hipona. Confessiones [398], libro XI, cap. XX. [Edición: San Agustín. Confesiones. Barcelona: Editorial Juventud, 2002, pp. 258-259. Traducción de Agustín de Esclasans].

4. Edad Media

San Isidoro de Sevilla (ca. 570-636)

«Historia es la narración de hechos acontecidos, por lo cual se conocen los sucesos que tuvieron lugar en tiempos pasados. El nombre de historia deriva del griego historein que significa ‘ver’ o ‘conocer’. Y es que entre los antiguos no escribía historia más que quien había sido testigo y había visto los hechos que debían narrarse. Mejor conocemos los hechos que hemos observado con nuestros propios ojos que los que sabemos de oídas. Las cosas que se ven pueden narrarse sin falsedad. Esta disciplina se integra en la gramática porque a las letras se confía cuanto es digno del recuerdo. Las historias reciben también el nombre de ‘monumentos’, porque guardan el recuerdo de sucesos que acontecieron. Se les llama ‘series’ por sentido translaticio de serta (guirnalda) de flores entrelazadas unas con otras.

Entre nosotros, el primero que escribió una historia –sobre el inicio del mundo– fue Moisés. Entre los gentiles fue Dares, el frigio, que compuso una historia sobre los griegos y troyanos, escrita, según cuentan, en hojas de palmera. Después de Dares, el primero que en Grecia se dedicó a la historia se cree que fue Heródoto. Después de él brilló Ferécides en los tiempos en que Esdras escribió la ley».

San Isidoro de Sevilla. Etymologiae [630], libro I, caps. XLI-XLII. [Edición: San Isidoro de Sevilla. Etimologías. Madrid: B.A.C., 1982, vol. I, p. 359. En Mitre, Emilio. Iglesia y vida religiosa en la Edad Media. Madrid: Akal, 1991, p. 122].


Beda el Venerable (673-735)

«Y sucedió que en año 582 de la Encarnación del Señor, el emperador Mauricio fue el quincuagésimo cuarta sucesor de Augusto que obtuvo el Imperio y lo poseyó veintiún años. Y en el año décimo de su reinado, Gregorio, varón insigne por su doctrina y por su labor, asumió el pontificado y rigió la Sede Apostólica de Roma durante 13 años, 6 meses y 10 días. Y dicho Papa, guiado por un designio divino, en el año décimo cuarto del mencionado emperador, y a los ciento cincuenta años aproximadamente de la llegada de los anglos a Gran Bretaña, envió al siervo de Dios Agustín y con él a muchos otros monjes temerosos de Dios a predicar la palabra divina al pueblo de los anglos. Y estos [misioneros] cuando, obedeciendo el mandato del Pontífice, habían empezado a emprender la obra mencionada y ya habían andado algún camino, empujados por un temor cobarde, pensaban más en regresar a casa que en convencer a aquella gente bárbara, fiera e incrédula, de la cual ni siquiera conocían la lengua, y meditaban de común acuerdo que el retorno sería lo más prudente. Y sin demora, hicieron regresar a Roma a Agustín –de quien Gregorio había dispuesto que fuera designado obispo por sus compañeros de misión, si los anglos les recibían– para que lograra con humildes súplicas, del beato Gregorio, que no debieran proseguir una peregrinación tan peligrosa, laboriosa, y de resultados tan inciertos. Y el Papa les envía, por medio de Agustín, una carta en la cual les exhorta a continuar su obra de predicación, confortándoles con el auxilio divino. El tenor de dicha carta es el siguiente:

‘Gregorio, siervo de los siervos de Dios, a los siervos de Nuestro Señor. Puesto que mejor sería no empezar las cosas buenas que, en aquellas que se han empezado, pensar volverse atrás, conviene, hijos amadísimos, que con sumo cuidado continuéis la obra buena que empezasteis con el auxilio del Señor. Y no os asusten ni el trabajo que hallareis en el camino, ni las lenguas de los hombres maldicientes; sino que debéis proseguir, con todo celo y con todo fervor, lo que empezasteis por obra de Dios, conscientes de que cuanto mayores son los trabajos, mayor es también la gloria de la retribución eterna que les sigue. A vuestro prior Agustín, que regresa ahí, y a quien constituyo en abad vuestro, obedecedle humildemente en todo: sabiendo que todo cuanto cumpliereis vosotros de lo que él os mande, os ha de valer en el futuro para vuestras almas. Que Dios omnipotente os proteja con su gracia y me conceda a mí ver en la patria eterna el fruto de vuestra labor; puesto que, si bien no puedo trabajar con vosotros, espero encontrarme junto a vosotros en el gozo de la retribución, porque yo deseo trabajar del mismo modo [que vosotros]. Que Dios os custodie incólumes, amadísimos hijos.

Dada el día 10 de kalendas de agosto, del año décimo cuarto del imperio de nuestro señor Mauricio Tiberio piísimo augusto, en el año décimo tercero después del consulado de dicho señor nuestro, en la Indicción decimocuarta'».

Beda, el Venerable. Historia ecclesiastica gentis anglorum [ca. 731], cap. XXIII. [Edición: J. E. King: Beda, el Venerable. Historia ecclesiastica gentis anglorum (The History of the English Church and Nation). Londres: Loeb Classical Libary, 1962, vol. I, pp. 100-104. En F. Sánchez Marcos, Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 76-77].


Otón de Freising (ca. 1114-1158)

«Empieza el prólogo del Libro Primero. Reflexionando a menudo y largamente sobre lo incierto y cambiante de las cosas temporales, así como de sus variados y desordenados resultados, pienso que el sabio debe vincularse lo menos posible a ellas, es más, debe separarse, alejarse de aquéllas mediante el uso de la razón. En efecto, le corresponde al sabio no agitarse incesantemente al modo de la rueda, sino que, mediante la perseverancia debe permanecer firme, seguro, al modo de un cuerpo cuadrado. Por tanto, dado que la mutabilidad de las cosas terrenas no permite la permanencia, ¿quién, en su sano juicio, negará que para conocer debemos de salir de aquélla y situarnos, tal como manifesté anteriormente, en la constante y estable ciudad de la eternidad? Esta es la ciudad de Dios, la Jerusalén celestial, por la que suspiran los hijos de Dios, y hacia la cual se dirigen, abrumados por la confusión de los asuntos terrenales, como sucedió en la cautividad de Babilonia. Siendo, pues, las dos ciudades, una temporal, la otra eterna, una mundana, la otra celestial, y una del diablo y la otra de Cristo, los escritores católicos han manifestado que aquélla es Babilonia y ésta Jerusalén.

Sin embargo, ya que muchos de los gentiles escribieron abundantemente acerca de una de ellas, al objeto de conservar para la posteridad las gestas de sus antepasados, apoyados, además, en el mayor número de pruebas que pudieron recoger, dejaron, de esta manera al juicio de los nuestros la tarea del resalto de las miserias humanas. Destacan, al respecto, las obras de Pompeyo Trogo, Justino, Cornelio, Varrón, Eusebio, Jerónimo, Orosio, Jordanes, y tantos otros, de los nuestros como de los suyos, de recuerdo imborrable, y cuya enumeración sería muy larga, a través de los cuales el atento lector podrá hallar no tanto historias cuanto dolorosas tragedias propias de las calamidades que sufren los mortales. Creemos que así ha sido ordenado a conveniencia y sabia decisión del Creador, para que, los hombres vanos que procuran aferrarse a las cosas terrenas y caducas, se aperciban así de su mutabilidad, de manera que puedan acceder desde las criaturas al conocimiento del Creador, a través de las miserias de la condición humana y de la vida pasajera. Pero nosotros, como si del final de los tiempos se tratara, advertimos estas miserias, y no tanto por la lectura de las desgracias de aquellos autores, sino por las propias experiencias que nuestro tiempo ofrece. Omitiendo algunos temas, diré que el Reino de los Romanos, que en Daniel es comparado al hierro, a causa de su singular principado –al que los Griegos llaman monarquía– había dominado el orbe entero gracias a las acciones bélicas, pero después de tantos cambios, sobre todo en nuestros días, ha pasado de tener aquella antigua magnitud y esplendor a otra cosa muy diferente, aunque como advierte el poeta: ‘un sombra de su gran nombre permanece’. Seguramente, trasladándose de la Ciudad [Roma] a los Griegos [Bizancio], de éstos a los Francos, de los Francos a los Lombardos, y de los Lombardos de nuevo a los Francos Teutónicos, el Imperio no sólo había envejecido por su edad, sino también por su propia movilidad, como sucede con los frágiles guijarros rodeados aquí y allá por distintas aguas, adquiriendo múltiples defectos y carencias. Así pues, las miserias del mundo han aparecido incluso allí donde se halla la cabeza rectora, afectando su decadencia y destrucción al conjunto de todo el cuerpo. […]

Por consiguiente, trataremos de mostrar, con el auxilio y el agrado de Dios, la inseguridad de una [ciudad] y la feliz estabilidad de la otra, la turbulenta confusión que Él tolera en aquélla y la gozosa tranquilidad que con su visión aumenta y glorifica en ésta.

El primer libro abarca hasta Arbaces y el traslado de la soberanía de Babilonia a los Medos, así como el comienzo del poder de los Romanos.

El segundo se extiende hasta la Guerra Civil de los Romanos, que enfrentó a los dirigentes Julio (César) y Pompeyo, hasta la muerte de César y concluye con el nacimiento del Señor.

El tercero llega hasta Constantino y los tiempos del Imperio Cristiano, y hasta la transferencia de la soberanía a los Griegos. El cuarto abarca hasta Odoacro y la invasión del reino de los [bárbaros] Rugios.

El quinto llega hasta Carlos y la transferencia de la soberanía a los Francos, trata de la división del reino y del Imperio bajo sus descendientes.

El sexto abarca hasta Enrique IV y el cisma entre el poder real y el poder sacerdotal; incluye el anatema pronunciado contra el emperador, la expulsión del Papa Gregorio VII de Roma y su muerte en Salerno.

El séptimo hasta la sedición del pueblo de Roma y el noveno año del reinado del rey Conrado.

El octavo del Anticristo y de la resurrección de los muertos, así como del fin de las dos ciudades».

Otón, (obispo) de Freising. Chronica sive Historia de duabus Civitatibus [1145], libro I, Prólogo. [Edición: Ottonis, Episcopus Frisingensis.Chronica sive Historia de duabus Civitatibus. Hannover: Impr. Hahn, 1912, pp. 6-11. En F. Sánchez Marcos, Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 78-81].


Ramón Muntaner (1265-1336)

«I estant jo en una alqueria meva que té per nom Xilvella i és a l’Horta de València, i dormint en el meu llit, em vingué la visió d’un vell prohom vestit de blanc que em digué:

–Muntaner, lleva’t amatent i pensa fer un llibre de les meravelles que has vist que Déu ha fet en les guerres on tu has estat, car a Déu plau que per tu sien manifestades. I vull que sàpigues que per quatre coses assenyaladament t’ha allargat Déu la vida i t’ha portat a bon estament i et portarà a bona fin. De les quals quatre coses és l’una i la primera que tu has tingut moltes senyories així en mar com en terra on pogueres haver fet molt més de mal que no has fet. La segona és tal com mai no has volgut guardar ningú que fos en el teu poder per tornar-li mal per mal, sinó que molts homes de grans afers vinguts a poder teu, qui t’havien fet molt mal, que es donaven per morts quan queien a les teves mans, i tu llavors, donades gràcies a Déu per la mercè que et feia i, quan ells es tenien per més perduts, tu els tornaves a Nostre Senyor Déu veritable, adequadament, i els deslliuraves de la teva presó, i els trameties a llurs terres sans i estalvis, vestits i aparellats segons que a cadascuan pertanyia. La terça raó és que a Déu plau que tu recontis aquestes aventures i meravelles, car no hi ha ningú més, vivent, que ho pugui dir en veritat. L’altra és perquè, sigui quin sigui el rei d’Aragó, que s’esforci a fer bé i a ben dir, i entenent les gràcies que Déu ha fet en aquests afers que tu recontaràs a ell i a les seves gents, que pensi que aniran sempre de bé en millor, mentre ells vulguin de veritat i amb dretura passar i esmerçar el seu temps, i que vegi i conegui que Nostre Senyor ajuda sempre a la dretura, i qui amb veritat guerre ja i va Déu l’exalçaa i dóna victòria, i amb poques gents en fa vèncer i destruir moltes que, amb supèrbia i malvestat, van i es refien més de llur poder que del poder de Déu. I així, per aquesta raó, lleva’t i comença el teu llibre, de la millor manera que Déu t’inspirarà.

I jo, quan vaig sentir aixó, vaig despertar-me i vaig creure que trobaria el dit prohom, i no en trobé res, de manera que em vaig fer el senyal de la creu al front i deixí passar alguns dies no volent res d’aixó començar. I a l’altre dia, en aquell lloc mateix, en visió, vaig veure el dir prohom que em digué:

–Oh foll!, què fas? Per què menysprees el meu manament? Lleva’t i fes el que jo t’he manat; sàpigues que, si ho fas, tu i els teus infants i tots els teus parents i amics n’hauran gran mèrit de Déu per l’afany i el treball que tu en passaràs; i encara n’hauràs mèrit de tots els senyors que son aixits i són a l’altra casa d’Aragó.

I jo de seguida comencí aquest llibre, el qual prego als qui l’oiran que creguin a cosa certa que tot és així de veritat com ho oiran i que no hi posin cap dubte. I, cada vegada que oiran les batalles i fets d’armes, els digui el cor que totes les victòries estan tan solament en poder de Déu i en la voluntat de Déu, i no en poder de la gent.

I sàpiga cadascú que jo no trobo ni puc pensar que la campanya que tant a durant a Romania pels catalans els haja tant durat, com per dues coses, les quals en tot temps han hagudes, i encara han, es a dir: la primera, que, encara que obtinguessin la victòria, no la reputaren mai a lluir bondat, ans tan solament al poder de Déu; i l’altre que sempre volgueren que entre ells es fes justícia. I aquestes dues coses tenien tots en llur voluntat generalment, del menor al major.

I així, per amor de Déu, vosaltres, senyors que aquest llibre oireu, poseu el cor en aquestes dues coses assenyaladament. I, així com us vindrà davant, poseu-ho en obra, i Déu n’adreçarà millor els vostres fets. Car, qui pensa en el poder de Déu i pensa en el poder nostre, lleugerament pot pensar que no hi ha res més sino Déu i el seu poder. Per la cual cosa aquest llibre es fa assenyaladament a honor de Déu i la seva beneïda Mare, i del casal d’Aragó».

Muntaner, Ramón. Crònica [1332], I, «El somni de Muntaner». [Edición: Muntaner, R. Crònica. Barcelona: Selecta, 1973, pp. 14-17. En F. Sánchez Marcos, Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 85-86].

5. Renacimiento

Niccolò Maquiavelo (1469-1527)

«Ya sé que muchos han creído y creen que las cosas del mundo están hasta tal punto gobernadas por la fortuna y por Dios, que los hombres con su inteligencia no pueden modificarlas ni siquiera remediarlas; y por eso se podría creer que no vale la pena esforzarse mucho en las cosas sino más bien dejarse llevar por el destino. Esta opinión se ha extendido mucho en nuestra época, dada la gran variación de cosas que se han visto y se ven cada día, más allá de cualquier humana conjetura. Yo mismo, pensando en ello, algunas veces me he inclinado en parte hacia esta opinión general. No obstante, puesto que nuestro libre albedrío no se ha extinguido, creo que es verdad que la fortuna es árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también es verdad que nos deja gobernar la otra mitad, o casi, a nosotros. Y la comparo a uno de estos ríos impetuosos que cuando se enfurecen inundan las llanuras, destrozan árboles y edificios, se llevan tierra de aquí para dejarla allá; todos les huyen, todos ceden a su furia sin poder oponerles resistencia alguna. Y aunque sea así, nada impide que los hombres, en tiempos de bonanza, pueden tomar precauciones, o con diques o con márgenes, de manera que en crecidas posteriores, o bien siguieran por un canal o bien su ímpetu no fuera ya ni tan desenfrenado ni tan peligroso. Lo mismo ocurre con la fortuna que demuestra su fuerza allí donde no hay una virtud preparada capaz de resistírsele; y así dirige sus ímpetus hacia donde sabe que no se han hecho ni márgenes ni diques que puedan contenerla».

Machiavelli, Niccolò. Il Principe [1513], cap. XXV. [Edición: Maquiavelo, Nicolás. El Príncipe, Madrid: Cátedra, 1985, pp. 170ss. Traducción de Elena Puigdoménech].

 

Francesco Guicciardini (1483-1540)

«He determinado escribir las cosas sucedidas en Italia en nuestros tiempos, después que las armas de los franceses, llamadas por nuestros mismos príncipes, comenzaran con gran movimiento, a perturbarla; materia por su variedad y grandeza muy memorable y llena de atrocísimos accidentes; habiendo padecido tantos años Italia todas las calamidades con que suelen ser trabajados los míseros mortales, unas veces por la ira justa de Dios, y otras por la impiedad y maldad de los hombres. Del conocimiento de estos casos tan varios y graves, podrá cada uno para sí y para el bien público tomar muy saludables documentos, donde se verá con evidencia, con innumerables ejemplos, a cuanta inestabilidad (no de otra manera que un mar concitado de vientos) están sujetas las cosas humanas, cuán perniciosos son a sí mismo y siempre a los pueblos los consejos mal medidos de aquellos que mandan cuando solamente se les representa a los ojos o errores varios o codicia presente, no acordándose de las muchas mudanzas de la fortuna, y convirtiendo en daño de otro el poder que se les ha concedido para el bien común, haciéndose, por su poca prudencia, o mucha ambición, autores de nuevas perturbaciones.

Más las calamidades de Italia (para que yo haga notorio cuál era entonces su estado, y juntamente las ocasiones de que tuvieron orígenes tantos males) comenzaron con tanto mayor disgusto y espanto en los ánimos de los hombres, cuanto las cosas universales  estaban entonces más prósperas y felices, porque es cierto que  después que el Imperio romano, enflaquecido principalmente por la mudanza de las costumbres antiguas, comenzó a declinar de aquella grandeza a que había subido con maravillosos valor y fortuna, no había experimentado  jamás Italia tan gran prosperidad, ni estado tan dichoso como era del que con seguridad gozaba  el año de la salud cristiana de 1490 y el precedente y subsiguiente a éstos, porque, reducida toda a suma paz y tranquilidad, y no menos cultivada en los lugares más montuosos y estériles, que en los llanos y provincias más fértiles, y sin sujeción a más imperio que el de los suyos mismos, no solo estaba muy llena de habitadores y riquezas, sino ilustrada de la magnificencia de muchos príncipes, del esplendor de muchas ciudades nobles y hermosas, y de la silla y la majestad de la religión. Florecía de hombres excelentes que administraban las cosas públicas, y de ingeniosos famosos en todas  ciencias y artes industriosa y esclarecida, y no estando desnuda, según el uso de aquel tiempo, de gloria militar y adornada de tantos dones, tenía justamente en todas las naciones gloriosa fama y nombre».

Guicciardini, Francesco. Storia d’Italia [1540], libro I, cap. I. [Edición: Guicciardini, Francisco. Historia de Italia. (Donde se describen todas las cosas sucedidas desde el año de 1494 hasta el de 1532). Madrid: Librería de la Vda. de Hernando, 1889, pp. 2-3. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 133-134].

 

Francisco López de Gómara (1511-1566)

«Para entender en estas historias he hecho gran diligencia y la hago todavía y haré de aquí adelante para poder de esto decir toda verdad, sin haber de fingir mentiras o verisimilitudes, como haçen los que no alcançan lo verdadero de las historias y los que escriben cosas antiguas y allá del otro siglo. Muy dificultoso y muy trabajoso es saber la verdad, aun en la historia moderna, quanto más en la vieja: porque en la una hemos de acudir a lo antiguo y por ventura a lo olvidado, y en la otra tomar lengua y noticia de los que se hallaron presentes en las guerras y cosas de que tratamos, y aun a las veces de quien lo oyó contar al que lo vió, los quales todos suelen por odio o por ynvidia o por gracia y lisonja, encubrir la verdad, contando las cosas muy al revés de lo que fue».

López de Gómara, Francisco: Crónica de los Barbarrojas [1545]. En Memorial Histórico Español, VI, 1853, pp. 331-332.

 

Bartolomé de Las Casas (1484-1566)

«Llegado el domingo y la hora de predicar, subió en el púlpito el susodicho padre fray Antón Montesino, y tomó por tema y fundamento de su sermón, que ya llevaba escripto y firmado de los demás: Ego vox clamantis in deserto. Hecha su introducción y dicho algo de lo que tocaba a la materia del tiempo del Adviento, comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de las conciencias de los españoles desta isla y la ceguedad en que vivían; con cuánto peligro andaban de su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban continuamente zambullidos y en ellos morían. Luego torna sobre su tema, diciendo así: ‘Para os los dar a cognoscer me he sobido aquí, yo que soy voz de Cristo en el desierto desta isla, y por tanto, conviene que con atención, no cualquiera sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos, la oigáis; la cual voz os será la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oír’. Esta voz encareció por buen rato con palabras muy pugnitivas y terribles, que les hacía estremecer las carnes y que les parecía que ya estaban en el divino juicio. la voz, pues, en gran manera, en universal encarecida, declaróles cuál era o qué contenía en sí aquella voz. ‘Esta voz, dijo él, [es] que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo’. Finalmente, de tal manera se explicó la voz que antes había muy encarecido, que los dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros más empedernidos y algunos algo compungidos, pero a ninguno, a lo que yo después entendí, convertido.

Concluido su sermón, bájase del púlpito con la cabeza no muy baja, porque no era hombre que quisiese mostrar su temor, así como no lo tenía, si se daba mucho por desagradar los oyentes, haciendo y diciendo lo que, según Dios, convenir le parecía; con su compañero vase a su casa pajiza, donde, por ventura, no tenía que comer, sino caldo de berzas sin aceite, como algunas veces les acaecía. Él salido, queda la iglesia llena de murmuro, que, según yo creo, apenas dejaron acabar la misa. Puédese bien juzgar que no se leyó lección de Menosprecio del mundo a las mesas de todos aquel día. En acabando de comer, que no debería ser muy gustosa la comida, júntase toda la ciudad en casa del Almirante, segundo en esta dignidad y real oficio, D. Diego Colón, hijo del primero que descubrió estas Indias, en especial de los oficiales del rey, tesorero y contador, factor y veedor, y acuerdan de ir a reprender y asombrar al predicador y a los demás, si no lo castigaban como a hombre escandaloso, sembrador de doctrina nueva, nunca oída, y que había dicho contra el rey e su señoría que tenía en estas Indias, afirmando que no podían tener los indios, dándoselos el rey, y estas eran cosas gravísimas e irremisibles».

Las Casas, Fray Bartolomé de. Historia de las Indias [1561], libro III, cap. IV: «De las predicaciones de los frailes sobre el buen tratamiento de los indios». [Edición: Las Casa, Fray Bartolomé de. Historia de las Indias. México: FCE, 1981, 3 vols, vol. II, pp. 441-442. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 139-140].

 

Jean Bodin (1530-1596)

«Pero los Antiguos, se nos dirá, no por ello dejan de ser los inventores de todas las artes, y por este título bien han merecido su gloria. Estaremos de acuerdo, de muy buena gana, en que ellos han descubierto muchas ciencias útiles al género humano, comenzando por la acción de los cuerpos celestes; ellos han advertido así el curso regular de los astros, las trayectorias admirables de las estrellas y de los planetas; admirados de las obscuridades de la naturaleza, las han estudiado con cuidado y han encontrado la verdadera explicación de muchas cosas. Pero han dejado también sin explicar muchas otras que nosotros transmitimos hoy completamente aclaradas a nuestros descendientes. Y si se mira más de cerca, no es dudoso que nuestros descubrimientos igualan y a menudo sobrepasan los de los antiguos. ¿Existe por ejemplo alguna cosa más admirable que el imán? Sin embargo, los antiguos lo desconocieron como también su uso maravilloso, y tuvieron que acantonarse en la cuenca mediterránea, mientras que nuestros contemporáneos recorren cada año el contorno de la tierra en sus numerosas travesías y han, por decirlo así, colonizado el nuevo mundo. Así se nos ha abierto los lugares más retirados y escondidos de América, y de ello se ha seguido, no solamente que el comercio, hasta hoy mezquino y poco desarrollado, se ha convertido en próspero y lucrativo, sino que todos los hombres están unidos de nuevo entre sí y participan maravillosamente en la República universal, como si no formasen más que una misma ciudad. […]

Por ello, los que pretenden que los antiguos habían comprendido ya todo no se equivocan menos en su juicio que los que les discuten el antiguo dominio de numerosas disciplinas. Pues la naturaleza contiene en su seno tal tesoro de ciencias ocultas que ningún siglo llegará sin duda a agotarlo enteramente. Puesto que es así y que la naturaleza parece sometida a una ley de eterno retorno, en la que cada cosa es objeto de una revolución circular de manera que el vicio sucede a la virtud, la ignorancia a la ciencia, el mal a la honestidad, las tinieblas a la luz, es pues un grave error creer que el género humano no cesa de degenerar. Y como los que lo cometen son generalmente ancianos es probable que recuerden el encanto desvanecido de su juventud, fuente siempre renaciente de alegría y de voluptuosidad, mientras que ahora se ven privados de todo placer. Sucede entonces que abrumados por estos tristes pensamientos, y engañados por una representación inexacta de las cosas, se figuran que la buena fe y la amistad han desaparecido de entre los hombres: y como si regresasen de una larga navegación a través de esos tiempos afortunados, se dedican a cultivar la juventud de la edad de oro».

Bodin, Jean. Methodus ad facilem historiarum cognitionem [1566], cap. VII, «Refutación de la teoría de las cuatro monarquías y de los cuatro siglos de oro». [Edición: Mesnard, Pierre. La Méthode de l’Histoire, París-Argel, Les Belles Lettres, 1941, pp. 298-299. Traducción del fragmento por F. Sánchez Marcos].

 

Bernal Díaz del Castillo (1496-1584)

«[…] Volvamos a nuestro cuento: que desque supimos el concierto que Cortés había hecho de la manera que habíamos de salir y llevar la madera para las puentes, y como hacía algo escuro, que había neblina y llovizna, y era antes de media noche, comenzaron a traer la madera e puente, y ponerla en el lugar que había de estar, y a caminar el fardaje y artillería y muchos de a caballo, y los indios tlascaltecas con el oro; y después que se puso en la puente, y pasaron todos así como venían, y pasó Sandoval e muchos de a caballo, también pasó Cortés con sus compañeros de a caballo tras de los primeros, y muchos otros soldados. Y estando en ésto, suenan los cornetas y gritos y silbos de los mexicanos, y decían en su lengua: ‘Taltelulco, Taltelulco, salid presto con vuestras canoas, que se van los teules; atajadles en las puentes’; y en cuando no me cato, vimos tantos escuadrones de guerreros sobre nosotros, y toda la laguna cuajada de canoas, que no nos podíamos valer, y muchos de nuestros soldados ya habían pasado. Y estando desta manera, carga tanta multitud de mexicanos a quitar la puente y a herir y matar a los nuestros, que no se daban a manos unos a otros; y como la desdicha es mala, y en tales tiempos ocurre un mal sobre otro, como llovía, resbalaron dos caballos y se espantaron, y caen en la laguna, y la puente caída y quitada; y carga tanto guerrero mexicano para acabarla de quitar, que por bien que peleábamos, y matábamos muchos de ellos, no se pudo aprovechar della. Por manera que aquel paso y abertura de agua presto se hinchó de caballos muertos y de los caballeros cuyos eran (que no podían nadar, y mataban muchos dellos) y de los indios tlascaltecas e indias y naborías, y fardaje y petacas y artillería; y de los muchos que se ahogaban, ellos y los caballos, y de otros muchos soldadaos que allí en el agua mataban y metían en las canoas, que era muy gran lástima de lo ver y oir, pues la grita y lloros y lástimas que decían demandando socorro: ‘Ayúdame, que me ahogo’; otros, ‘Socorredme, que me matan’; otros demandando ayuda a nuestra señora Santa María y al señor Santiago; otros demandaban ayuda para subir a la puente, y éstos eran ya que escapaban nadando, y asidos a muertos y a petacas para subir arriba, adonde estaba la puente; y algunos que habían subido, y pensaban que estaban libres de aquel peligro, había en las calzadas grandes escuadrones guerreros que los apiñaban e amorrinaban con unas macanas, y otros que les flechaban y alanceaban. […]».

Díaz del Castillo, Bernal. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España [1568], cap. CXXVIII: Cómo acordamos de nos ir huyendo de México, y lo que sobre ello se hizo». [Edición: Díaz del Castillo, Bernal. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Madrid: Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo (CSIC), 1982, pp. 282-283. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 144-145].

 

José de Acosta (1539-1600)

«Del Nuevo Mundo e Indias Occidentales han escrito muchos autores diversos libros y relaciones, en que dan noticia de las cosas nuevas y extrañas, que en aquellas partes se han descubierto, y de los hechos y sucesos de los españoles que las han conquistado y poblado. Mas hasta agora no he visto autor que trate de declarar las causas y razón de tales novedades y extrañezas de naturaleza, ni que haga discurso e inquisición en esta parte, ni tampoco he topado libro cuyo argumento sea los hechos e historia de los mismos indios antiguos y naturales habitadores del Nuevo Orbe. A la verdad ambas cosas tienen dificultad no pequeña. La primera, por ser cosas de naturaleza que salen de la filosofía antiguamente recibida y platicada, como es ser la región que llaman Tórrida, muy húmeda, y en partes muy templadas, llover en ella cuando el sol anda más cerca, y otras cosas semejantes. Y los que han escrito de Indias Occidentales, no han hecho profesión de tanta filosofía, ni aún los más de ellos han hecho advertencia en tales cosas. La segunda, de tratar los hechos e historia propia de los indios, requería mucho trato y muy intrínseco con los mismos indios, del cual carecieron los más que han escrito de Indias, o por no saber su lengua o por no curar de saber sus antigüedades; así se contentaron con relatar algunas de sus cosas superficiales. Deseando pues yo, tener alguna más especial noticia de sus cosas, hice diligencia con hombres pláticos y muy versados en tales materias, y de sus pláticas y relaciones copiosas pude sacar lo que juzgué bastar para dar noticia de las costumbres y hechos de estas gentes, y en lo natural de aquellas tierras y sus propiedades, con la experiencia de muchos años y con la diligencia de inquirir, y discurrir y conferir con personas sabias y expertas; también me parece que se me ofrecieron algunas que podría servir y aprovechar a otros ingenios mejores, para buscar la verdad o pasar más adelante, si les pareciese bien lo que aquí hallasen. Así que aunque el Mundo Nuevo ya no es nuevo sino viejo, según hay mucho dicho y escrito de él, todavía me parece que en alguna manera se podrá tener esta Historia por nueva, por ser juntamente historia y en parte filosofía y por ser no sólo de las obras de naturaleza, sino también de las del libre albedrío, que son los hechos y costumbres de hombres. Por donde me pareció darle nombre de Historia Natural y Moral de Indias, abrazando con este intento ambas cosas».

Acosta, José de. Historia natural y moral de las Indias [1590], «Proemio al lector». [Edición: Acosta, José de. Historia natural y moral de la Indias. México: FCE, 1979, p. 13. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, p. 149].

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«LIBRO SEXTO, CAPÍTULO 1

Que es falsa la opinión de los que tienen a los indios por hombres faltos de entendimiento.

Habiendo tratado lo que toca a la religión que usaban los indios, pretendo en este libro escrebir de sus costumbres y pulicia y gobierno, para dos fines. El uno, deshacer la falsa opinión que comunmente se tiene de ellos, como de gente bruta, y bestial y sin entendimiento, o tan corto que apenas merece ese nombre. Del qual engaño se sigue hacerles muchos y muy notables agravios, sirviéndose de ellos poco menos que de animales y despreciando cualquier género de res¬peto que se les tenga. Que es tan vulgar y tan pernicioso engaño, como saben bien los que con algún celo y consideración han andado entre ellos, y visto y sabido sus secretos y avisos, y juntamente el poco caso que de todos ellos hacen los que piensan que saben mucho, que son de ordinario los más necios y más confiados de sí. Esta tan perjudicial opinión no veo medio con que pueda mejor deshacerse, que con dar a entender el orden y modo de proceder que éstos tenían cuando vivían en su ley; en la cual, aunque tenían muchas cosas de bárbaros y sin fundamento, pero había también otras muchas dignas de admiración, por las cuales se deja bien comprender que tienen natural capacidad para ser bien enseñados, y aún en gran parte hacen ventaja a muchas de nuestras repúblicas. Y no es de maravillar que se mezclasen yerros graves, pues en los más estirados de los legisladores y filósofos, se hallan, aunque entren Licurgo y Platón entre ellos. Y en las más sabias repúblicas, como fueron la romana y la ateniense, vemos igno¬rancias dignas de risa, que cierto si las repúblicas de los mexicanos y de los ingas se refirieran en tiempo de romanos o griegos, fueran sus leyes y gobierno, estimado. Mas como sin saber nada de esto entramos por la espada sin oílles ni entendelles, no nos parece que merecen reputación las cosas de los indios, sino como de caza habida en el monte y traída para nuestro servicio y antojo. Los hombres más curiosos y sabios que han penetrado y alcanzado sus secretos, su estilo y gobierno antiguo, muy de otra suerte lo juzgan, maravillándose que hubiese tanto orden y razón entre ellos. De estos autores es uno Polo Ondegardo, a quien comúnmente sigo en las cosas del Pirú; Y en las materias de México, Juan de Tovar, prebendado que fue de la Iglesia de México y agora es religioso de nuestra Compañía de Jesús; el cual por orden del Virrey D. Martín Enríquez, hizo diligente y copiosa averiguación de las historias antiguas de aquella nación, sin otros autores graves que por escrito o de palabra me han bastantemente informado de todo lo que voy refiriendo. El otro fin que puede conseguirse con la noticia de las leyes y costumbres, y pulicia de los indios, es ayudarlos y regirlos por ellas mismas, pues en lo que no contradicen la ley de Cristo y de su Santa Iglesia, deben ser gobernados conforme a sus fueros, que son como sus leyes municipales, por cuya ignorancia se han cometido yerros de no poca importancia, no sabiendo los que juzgan ni los que rigen, por dónde han de juzgar y regir sus súbditos; que además de ser agravio y sinrazón que se les hace, es en gran daño, por tenemos aborrecidos como a hombres que en todo, así en lo bueno como en lo malo, les somos y hemos siempre sido contrarios».

Acosta, José de. Historia natural y moral de las Indias [1590], libro VI, capítulo 1. [Edición: Acosta, José de. Historia natural y moral de la Indias. México: FCE, 1979, pp. 280-281. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 150-151].

 

Michel de Montaigne (1533-1592)

«Los historiadores son mi pasión. Son gratos y sabrosos y en ellos se encuentra la pintura del hombre, conocimiento que siempre busco; el diseño es más vivo y más cabal en ellos que en cualquier otra clase de libros; en los historiadores se encuentra la verdad y variedad de las condiciones íntimas de la personalidad humana, en conjunto y en detalle; la diversidad de medios de sus uniones y los incidentes que las amenazan. Así, entre los que escriben las vidas de personas célebres, prefiero más los que se detienen en las consideraciones que en la relación de los sucesos, más en lo que deriva del espíritu que en lo que acontece por fuera; por eso, Plutarco es, por encima de todos, mi autor favorito. Lamento que no tengamos una docena de Laercios, o al menos que el que tenemos no sea más extenso y más explícito; pues me interesa por igual la vida de los que fueron grandes preceptores del mundo que el conocimiento de sus diversos dogmas y fantasías.

En punto a obras históricas, deben hojearse todas sin distinción; deben leerse toda suerte de autores, así los antiguos como los modernos, los franceses como los que no lo son, para tener idea de los diversos temas de que tratan. Julio César me parece que es singularmente digno de que se le estudie, y no ya sólo como historiador, sino también como hombre; tan grandes son su excelencia y perfección, cualidades en que supera a todos los demás, aunque Salustio sea también autor importante. Yo leo a César con reverencia y respeto mayores de los que generalmente se concede a las obras humanas; yo lo considero en sí mismo, en sus acciones y en lo fabuloso de su grandeza; yo reparo en la pureza y nitidez inimitable de su lenguaje, en que sobrepasó no sólo a todos los historiadores, como Cicerón dice, sino, en ocasiones, a Cicerón mismo. Habla tan sinceramente de sus enemigos que, salvo las falsas apariencias con que pretende revestir la causa que defiende y su ambición hedionda, entiendo que sólo puede reprochársele el que no hable más de sí mismo: tan innumerables hazañas no pudieron ser realizadas por él a no haber sido mucho más importante de lo que parece en su libro.

Entre los historiadores prefiero o los simples o los excelentes. Los primeros, al no poner nada suyo en los sucesos que enumeran, salvo la diligencia y el cuidado de incluir en su trabajo todo lo que llegó a su conocimiento, registrándolo de buena fe, sin selección ni discernimiento, dejan nuestro juicio pendiente del conocimiento de la verdad; por ejemplo el buen Froissard, el cual anduvo en su empresa de manera tan franca e ingenua que al incurrir en cualquier error no tiene inconveniente en reconocerlo y corregirlo una vez advertido; Froissard nos muestra la multiplicidad de los rumores que corrían sobre un mismo suceso y las diversas relaciones que se le hacían; compuso la historia sin adornos ni formas rebuscadas, y de sus crónicas todo el mundo puede sacar el provecho que se derive de su entendimiento. Los maestros en el género tienen la habilidad de escoger lo digno de saberse; aciertan a elegir de dos relaciones o testigos el más verosímil; de la condición y temperamento de los príncipes deducen máximas, atribuyéndoles palabras adecuadas, y proceden acertadamente al escribir con autoridad y acomodar nuestras ideas a las suyas, lo cual, en honor a la verdad, está en la mano de muy pocos. Los historiadores medianos, que son los más corrientes, todo lo estropean y disminuyen: quieren servimos los trozos masticados, se permiten emitir juicios y, por consiguiente, inclinar la historia a su capricho, pues tan pronto como la razón se inclina de un lado ya no hay medio hábil de enderezarla del otro; permítense, además [escoger] los sucesos dignos de ser conocidos y nos ocultan con sobrada frecuencia tal frase o tal acción privada que sería más interesante para nosotros, omiten como cosas inverosímiles o increíbles todo lo que no comprenden, y acaso también por no saberlo expresar en buen latín o en buen francés. Lícito es que nos muestren su elocuencia y su estilo y que juzguen a su manera, pero también es el que nos consientan juzgar así que ellos lo hayan hecho, y mucho más el que no alteren nada ni nos dispensen de nada, por sus acortamientos y selecciones, de la materia sobre la que trabajan; deben mostrárnosla pura y entera en todas sus proporciones.

Con frecuencia se escogen para desempeñar esta tarea, sobre todo en nuestra época, a personas vulgares, por la exclusiva razón de que son atinadas en el bien hablar, como si en la historia prefiriéramos los méritos gramáticos. Y siendo ésta la razón que les llevó a empuñar la pluma, no teniendo otras armas que las de la charla, hacen bien en no cuidarse de otra cosa. Así, a fuerza de frases armoniosas, nos sirven un lindo tejido de los rumores que seleccionan en las encrucijadas de las ciudades. Las únicas historias excelentes son las que fueron compuestas por los mismos que asumieron los negocios, o que tomaron parte en su ejecución, o siquiera por los que desempeñaron cargos análogos. Tales son casi todas las griegas y romanas, pues como fueron escritas por muchos testigos oculares (la grandeza y el saber encontrábanse comúnmente juntos en aquella época), si en ellos aparece un error, debe de ser muy pequeño y en cosas muy dudosas. ¿Qué luces puede esperarse de un médico que habla de la guerra o de un escolar que diserta sobre los designios de un príncipe? Si queremos convencemos del celo que los romanos ponían en estas cosas, bastará citar un ejemplo: Asinio Polión encontraba alguna falta en las obras de César, en que había caído por no poder dirigir la mirada a todas las partes de su ejército, por haber creído a los particulares que le comunicaban a menudo cosas no bastante verificadas o también por no haber sido suficientemente informado por sus lugartenientes sobre los asuntos que habían dirigido en su ausencia. Puede de lo dicho deducirse que la investigación de la verdad es cosa delicada, puesto que la relación de un combate no puede encomendarse a la ciencia de quien lo dirigió ni a soldados dispuestos a dar cuenta de los acontecimientos si, como en el caso de las informaciones judiciales, no se confrontan los testimonios y escuchan las objeciones cuando se trata de prestigiar los más nimios detalles de cada suceso. Con verdad, el conocimiento que de nuestro negocio tenemos, nos es fundamental; pero todo esto ha sido ya suficientemente tratado por Bodin y de acuerdo a mi manera de ver.

Para remediar en cierta manera la traición de mi memoria y su defecto, tan grande que más de una vez me ocurrió coger un libro leído por mí años antes escrupulosamente y emborronado con mis notas y considerarlo como nuevo, acostumbro desde hace bastante tiempo añadir al fin de cada obra (hablo de las que leo sólo una vez) la época en que terminé su lectura y el juicio que de ella formé en conjunto, a fin de representarme siquiera la idea general que formé de cada autor. Transcribiré aquí algunas de estas notas.

He aquí lo que puse hará unos diez años en mi ejemplar de Guicciardini (sea cual sea la lengua que mis libros empleen, yo les hablo siempre en la mía): «Es un historiador diligente, en el cual, en mi opinión, puede conocerse la verdad de los asuntos de su época con tanta exactitud como en cualquier otro, puesto que en muchos de ellos jugó un papel, y un papel honorífico. En él no se advierte nunca que por odio, favor o vanidad haya deformado los sucesos. Acreditándolo los juicios libres que emite sobre los grandes, principalmente sobre las personas que le ayudaron a alcanzar los cargos que desempeñó, como el papa Clemente VII. Por lo que se refiere a la parte de su obra de que parece prevalerse más, que son sus digresiones y discursos, los hay buenos y enriquecidos con bellos rasgos, aunque en ellos se complaciera demasiado, pues por no haber querido dejar nada en el tintero como su tema es tan llano y amplio y casi infinito, se vuelve flojo y huele algo a charla escolástica. He advertido también que entre tantas almas y acciones como juzga, entre tantos sucesos y pareceres, ni siquiera uno adjudica a la virtud, a la religión y a la conciencia, como si estos valores estuvieran en el mundo extinguidos por completo. De todas las acciones, por aparentemente hermosas que sean en sí mismas, adjudica la causa a alguna viciosa coyuntura o a algún provecho. Imposible resulta imaginar que entre el infinito número de sucesos que juzga no haya habido alguno emanado por vía de razón. Por tremenda que sea la corrupción de una época, existen gentes que escapan a su contagio: lo que me hace creer que haya algún vicio en su gusto. Acaso haya juzgado a los demás de acuerdo consigo».

En mi Philippe de Camines se lee lo que sigue: «Encontraréis en esta obra lenguaje dulce y amable, de sencillez ingenua; la narración es pura y en ella resplandece evidentemente la buena fe del autor, carente de vanidad cuando habla de sí mismo y de afección y envidia cuando se refiere al prójimo. Sus discursos y exhortaciones van acompañados más bien de celo y de verdad que de cualquier exquisita suficiencia. En todas sus páginas la gravedad y autoridad muestran al hombre bien nacido y educado en el comercio de los negocios importantes».

En las Memorias del señor du Bellay anoté: «Resulta grato ver las cosas relatadas por aquellos que por experiencia vieron cómo es preciso administradas; mas es evidente que en estos dos autores se descubre mucha falta de franqueza y no toda la libertad apetecible, como la que resplandece en los antiguos cronistas, en el señor de Joinville; por ejemplo, servidor de San Luis; Eginardo, canciller de Carlomagno, y más recientemente, en Philippe de Camines. Estas memorias son más bien una requisitoria en favor del rey Francisco contra el emperador Carlos V que una obra histórica. No puedo suponer que hayan cambiado nada de los hechos esenciales, pero sí que retocaron el juicio de los sucesos con alguna frecuencia, y a veces con poco fundamento, en ventaja nuestra, omitiendo cuanto pudiera haber de escabroso en la vida de su señor. Lo demuestra el olvido en que quedaron las maquinaciones de los señores de Montmorency y de Brion y el nombre de la señora de Etampe, que ni siquiera figura para nada en el libro. Puede ocultarse las acciones secretas, pero callar lo que todo el mundo sabe, y sobre todo aquellos hechos que trascendieron de manera pública, es una falta importante. En resumen: para conocer por completo al rey Francisco y todo lo que ocurrió en su tiempo, búsquense otras fuentes, si se tiene en algo mi criterio. El provecho que de aquí puede sacarse reside en la relación de las batallas y expediciones guerreras en que los de Bellay tomaron parte, en algunas frases y acciones privadas de los príncipes de la época y en los asuntos y negociaciones despachados por el señor de Langeay, donde se encuentran muchas cosas dignas de ser sabidas y reflexiones poco vulgares»».

Montaigne [Michel Eyquem], Señor de. Essais [1580-1595], libro II, cap. X, «De los libros». [Edición: Montaigne, Miguel de. Ensayos. Madrid: EDAF, 1971, pp. 408-412. Traducción de Enrique Azcoaga. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 151-154].

6. Siglo XVII

Diego Saavedra Fajardo (1584-1648)

«La historia es una representación de las edades del mundo. Por ella la memoria vive los días de los pasados. Los errores de los que ya fueron advierten a los que son. Por lo cual es menester que busque el príncipe amigos fieles y verdaderos que le digan la verdad en lo pasado y en lo presente. Y porque éstos, como dijo el rey don Alonso de Aragón y Nápoles, son los libros de historia, que ni adulan, ni callan, ni disimulan la verdad, consúltese con ellos, notando los descuidos y culpas de los antepasados, los engaños que padecieron, las artes de los palacios, y los males internos y externos de los reinos. Y reconozca si peligra en los mismos. Gran maestro de príncipes es el tiempo. Hospitales son los siglos pasados, donde la política hace anotomía de los cadáveres de las repúblicas y monarquías que florecieron, para curar mejor las presentes. Cartas son de marear, en que con ajenas borrascas o prósperas navegaciones están reconocidas las riberas, fondeados los golfos, descubiertas las secas, advertidos los escollos, y señalados los rumbos de reinar. Pero no todos los libros son buenos consejeros, porque algunos aconsejan la malicia y el engaño. Y, como éste se practica más que la verdad, hay muchos que los consultan. Aquellos solamente son seguros que dictó la divina Sabiduría. En ellos hallará el príncipe para todos los casos una perfecta política, y documentos ciertos con que gobernarse y gobernar a otros. Por esto los que se sentaban en el solio del reino de Israel habían de tener consigo al Deuteronomio, y leerle cada día. Oímos a Dios y aprendemos de Dios cuando leemos aquellos divinos oráculos. El emperador Alejandro Severo tenía cerca de sí hombres versados en la historia que le dijesen cómo se habían gobernado los emperadores pasados en algunos casos dudosos.

Con este estudio de la historia podrá V. A. entrar más seguro en el golfo del gobierno, teniendo por piloto a la experiencia de lo pasado para la dirección de lo presente, y disponiéndolo de tal suerte, que fije V. A. los ojos en lo futuro, y lo antevea, para evitar los peligros, o para que sean menores, prevenidos. Por estos aspectos de los tiempos ha de hacer juicio y pronosticar la prudencia de V. A., no por aquellos de los planetas, que, siendo pocos y de movimiento regulado, no pueden (cuando tuvieran virtud) señalar la inmensa variedad de accidentes que producen los casos y dispone el libre albedrío. Ni la especulación y experiencia son bastantes a constituir una ciencia segura y cierta de causas tan remotas. (…)Y conocidos bien estos dos tiempos, pasado y presente, conocerá también V. A. el futuro; porque ninguna cosa nueva debajo del sol. Lo que es, fue. Y lo que fue, será. Múdanse las personas, no las escenas. Siempre son unas las costumbres y los estilos».

Saavedra Fajardo, Diego. Idea de un príncipe político-cristiano representado en cien empresas [1640], “Emblema XXVIII”, Múnich, 1640.

 

Fray Jerónimo de San José (1587-1654)

«Antes por estas causas vengo a tener por mayor conveniencia el no se hallar presente el historiador; porque así libre de su particular opinión y noticia (que también, como las de otros puede ser errada), tenga el ánimo libre y desapasionado para juzgar y conocer la verdad examinando sin el amor y afecto de la propia las ajenas relaciones: cosa dificultosa en los que se precian y se jactan de que vieron ellos mismos las cosas, aunque con menos cuidado y atención. Por lo cual, vemos que cada uno de éstos defiende lo que le parece que vio contra los que también afirman que vieron otra cosa, o la misma en diferente modo y con muy diversas circunstancias, de lo cual todo está libre en que no lo vio y desapasionado para juzgarla libremente».

Jerónimo de San José. Genio de la historia [1651]. [En Jorge Lozano. El discurso histórico, Madrid, Alianza, 1987, p. 41].

 

Voces «Histoire» e «Historien» en el Dictionnaire français (ed. 1680)

HISTOIRE. s. f. C’est une narration continuée de choses vraies, grandes, et publiques, écrite avec esprit, avec éloquence et jugement pour l’instruction des particuliers et des Princes, et pour le bien de la societé civile. [La vertié et l’exactitude sont l’âme de l’histoire. Ecrire l’histoire. Savoir l’histoire. Il y a de plusieurs sortes d’histoires, la sacré, la naturelle, la civile, la particulière, l’universelle…].

(HISTORIA. s. f. Es una narración continuada de cosas verdaderas, grandes y públicas, escrita con inteligencia y agudeza, con elocuencia y discernimiento para la instrucción de los particulares y de los Príncipes, y para el bien de la sociedad civil. [La verdad y la exactitud son el alma de la historia. Escribir historia. Saber historia. Hay varias clases de historia, la sagrada, la natural, la civil, la particular, la universal, etc.).

HISTORIEN. s. m. L’historien est celui qui écrit l’histoire. Il doit être exact, fidèle, éloquent, judicieux et d’un esprit grand, vaste & solide.

(HISTORIADOR. s. m. El historiador es quél que escribe la historia. Debe ser exacto, fiel, elocuente, juicioso, y de una inteligencia profunda, grande y sólida).

Richelet. Dictonnaire français. Ginebra, 1680. [Edición: Reimpresión de ed. Slatkine, Ginebra, 1970. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 164-166. Traducción de F. Sánchez Marcos].

 

Jacques-Bénigne Bossuet (1627-1704)

«Aunque no haya nada comparable a esta continuidad de la verdadera Iglesia que os he representado, la continuidad de los imperios, que es preciso poneros ahora ante los ojos, no es mucho menos provechosa, no diré solamente a los grandes príncipes como vos, sino también a los particulares que contemplan en estos grandes objetos los secretos de la divina Providencia.

Primeramente, estos imperios tienen en su mayor parte una ligazón necesaria con la historia del pueblo de Dios. Dios se sirvió de los asirios y babilonios para castigar a este pueblo; de los persas para restablecerlo; de Alejandro y de sus sucesores inmediatos para protegerlo; de Antíoco el Ilustre y de sus sucesores para ejercitarlo; de los romanos para sostener su libertad contra los reyes de Siria, que no pensaban más que en destruirla. Los judíos estuvieron hasta Jesucristo bajo el poder de los mismos romanos. Cuando lo desconocieron y crucificaron, estos mismos romanos prestaron sus manos, sin saberlo, a la venganza divina y exterminaron a este pueblo ingrato. Dios, que había resuelto reunir en el mismo tiempo al pueblo nuevo de todas las naciones, reunió primeramente las tierras y los mares bajo este mismo imperio. El comercio de tantos pueblos diversos, en otro tiempo extraños unos a otros, y luego reunidos bajo la dominación romana, fue uno de los más poderosos medios de que se valió la Providencia para dar curso al Evangelio. Si el mismo imperio romano persiguió durante trescientos años a este pueblo nuevo que nacía por todas partes en su recinto, esta persecución confirmó a la Iglesia romana e hizo brillar su gloria con su fe y su paciencia. Al fin cedió el Imperio romano: y habiendo encontrado algo más invencible que él, recibió apaciblemente en su seno a esta Iglesia a la que había hecho una guerra tan larga y cruel. Los emperadores emplearon su poder en hacer que se obedeciera a la Iglesia; y Roma ha sido la cabeza del imperio espiritual que Jesucristo quiso extender por toda la tierra.

Cuando llegó el tiempo en que el poder romano debía caer, y cuando este gran Imperio, que se había prometido vanamente la eternidad, había de sufrir el destino de todos los demás, Roma, convertida en presa de los bárbaros, conservó por la religión su antigua majestad. Las naciones que invadieron el Imperio romano aprendieron poco a poco la piedad cristiana, que suavizó su barbarie; y sus reyes, poniéndose cada cual en su nación en el puesto de sus emperadores, no encontraron otro título más glorioso que el de protectores de la Iglesia.

Pero es preciso en este punto descubriros los secretos juicios de Dios sobre el imperio romano y sobre la misma Roma: misterio que el Espíritu Santo reveló a San Juan y que este gran hombre, apóstol, evangelista y profeta explicó en el Apocalipsis. Roma, que había envejecido en el culto a los ídolos, experimentaba una pena extrema en deshacerse de ellos, incluso bajo los emperadores cristianos; y el Senado tenía a honor defender a los dioses de Rómulo, a los cuales atribuía todas las victorias de la antigua República. Los emperadores estaban cansados de las diputaciones de este gran cuerpo que pedían el restablecimiento de sus ídolos y que creían que corregir a Roma de sus viejas supersticiones era hacer una injuria al nombre romano. Así es que esta asamblea, compuesta de cuanto el imperio tenía de más grande y una inmensa muchedumbre popular en la que figuraban casi todos los más poderosos de Roma, no podían ser arrancados de sus errores por la predicación del Evangelio ni por un tan visible cumplimiento de las antiguas profecías, ni por la conversión de casi todo el resto del Imperio, ni, en fin, por la de los príncipes cuyos decretos autorizaban el cristianismo. Por el contrario, continuaban cargando de oprobios a la Iglesia de Jesucristo, a la que acusaban aún, a ejemplo de sus padres, de todas las desgracias del Imperio, siempre dispuestos a renovar las antiguas persecuciones si no hubiesen sido reprimidos por los emperadores. Las cosas estaban aún en este estado en el siglo IV de la Iglesia, y cien años después de Constantino, cuando Dios se acordó finalmente de tantos sangrientos decretos del Senado contra los fieles y a la par de los gritos furiosos con que el pueblo romano, ávido de sangre cristiana había hecho resonar tan frecuentemente el anfiteatro. Entregó, pues, a los bárbaros esta ciudad embriagada con la sangre de los mártires, como dice San Juan. Dios renovó en ella los terribles castigos que había descargado sobre Babilonia: la misma Roma es llamada con este nombre. Esta nueva Babilonia, imitadora de la antigua, como ella engreída de sus victorias, triunfante en sus delicias y en sus riquezas, manchada con sus idolatrías y perseguidora del pueblo de Dios, sufre como aquélla una gran caída y San Juan canta su ruina. La gloria de sus conquistas, que ella atribuía a sus dioses, le es arrebatada: es presa de los bárbaros, tomada tres o cuatro veces, saqueada, destruida. La espada de los bárbaros sólo perdonó a los cristianos. Otra Roma completamente cristiana sale de las cenizas de la primera; y sólo después de la irrupción de los bárbaros termina enteramente la victoria de Jesucristo sobre los dioses romanos, que se ven no sólo destruidos, sino también olvidados.

Así es como los imperios del mundo han servido a la religión y a la conservación del pueblo de Dios: por esto este mismo Dios, que hizo predecir a sus profetas los diversos estados de su pueblo, les hizo predecir también la sucesión de los imperios. Habéis visto los pasajes donde Nabucodonosor está señalado como el que debía venir para castigar a los pueblos soberbios y, sobre todo, el pueblo judío, ingrato con su autor. Habéis oído nombrar a Ciro doscientos años antes de su nacimiento como el que debía restablecer el pueblo de Dios y castigar el orgullo de Babilonia. La ruina de Nínive fue predicha menos claramente. Daniel, en sus admirables visiones, hizo pasar en un instante ante vuestros ojos el imperio de Babilonia, el de los medos y el de los persas, el de Alejandro y los griegos. Las blasfemias y crueldades de un Antíoco Epífanes fueron profetizadas, así como las milagrosas victorias del pueblo de Dios sobre tan violento perseguidor. Se ve a estos famosos imperios caer unos tras otros; y el nuevo imperio que Jesucristo debía establecer, está marcado tan expresamente con sus propios caracteres, que no hay medio de desconocerlo. Es el imperio de los santos del Altísimo; es el imperio del Hijo del Hombre: imperio que debe subsistir en medio de la ruina de todos los demás y el único al cual ha sido prometida la eternidad.

Los juicios de Dios sobre el mayor de todos los imperios de este mundo, es decir, el Imperio romano, no nos han sido ocultados. Acabáis de aprenderlos por la boca de San Juan. Roma ha experimentado la mano de Dios, y ha sido como las demás un ejemplo de su justicia. Pero su suerte fue más feliz que la de las demás ciudades. Purgada por sus desastres de los restos de la idolatría, no subsiste más que por el cristianismo que anuncia a todo el universo.

Así es que todos los grandes imperios que hemos visto sobre la tierra concurrieron con diversos medios al bien de la religión y a la gloria de Dios, como el mismo Dios ha declarado por sus profecías.

Cuando Vos leéis tan frecuentemente en sus escritos que los reyes entrarán en masa en la Iglesia, y que ellos serán los protectores y sustentadores de la misma, reconoceréis en estas palabras a los emperadores y a los demás príncipes cristianos; y como los reyes antepasados vuestros se señalaron más que los otros protegiendo y engrandeciendo la Iglesia de Dios, no vacilo en asegurar que más que todos los reyes son ellos los anunciados más claramente en estas ilustres profecías.

Dios, pues, que tenía el designio de servirse de los diversos imperios para castigar, o para ejercitar, o para extender o para proteger a su pueblo, queriendo darse a conocer como autor de un consejo tan admirable, descubrió el secreto a sus profetas y les hizo predecir lo que había resuelto ejecutar. Por esto, como los imperios entraban en el orden de los designios de Dios sobre el pueblo que había escogido, la fortuna de estos imperios fue anunciada con los mismos oráculos del Espíritu Santo que predijeron la sucesión del pueblo fiel.

Cuanto más os acostumbréis a seguir las cosas grandes y a recordarlas en sus principios, más admiración os causarán estos designios de la Providencia. Importa que sobre esto tengáis desde muy pronto ideas, que se esclarecerán día tras día, cada vez más en vuestro espíritu, y que aprendáis a relacionar las cosas humanas con las órdenes de esta sabiduría eterna de que dependen.

Dios no declara todos los días su voluntad por medio de sus profetas respecto a los reyes y monarquías que levanta o destruye. Pero habiéndolo hecho tantas veces con esos grandes imperios de que acabo de hablaras, nos muestra, con esos ejemplos famosos, lo que hace con los demás; y enseña a los reyes estas dos verdades fundamentales: primeramente, que es Él el que forma los reinos para darlos a quien le place; y, en segundo lugar, que sabe hacer que sirvan, en el tiempo y en el orden que ha resuelto, los designios que tiene sobre su pueblo.

Esto es lo que debe mantener a todos los príncipes en una completa dependencia y hacerles siempre atentos a las órdenes de Dios con el fin de coadyuvar a lo que Él medita para su gloria en todas las ocasiones que les presenta.

Pero esta sucesión de imperios, aún considerándola más humanamente, tiene grandes utilidades, principalmente para los príncipes, puesto que la arrogancia, compañera ordinaria de una condición tan eminente, resulta tan vigorosamente humillada por este espectáculo. Por cuanto si los hombres aprenden a moderarse viendo morir a los reyes, ¿cuánto más impresionados se sentirán viendo extinguirse a los mismos reinos? ¿Y cómo recibir una más bella lección de la vanidad de las grandezas humanas?

De este modo, cuando veis pasar en un instante ante vuestros ojos, no digo a los reyes y emperadores, sino a esos grandes imperios que han hecho temblar a todo el universo; cuando veis a los asirios antiguos y nuevos, a los medos, los persas, griegos y romanos presentarse ante vos sucesivamente y caer, por decirlo así, unos sobre otros: este estruendo espantoso os hace sentir que no hay nada sólido entre los hombres y que la inconstancia y la agitación es la suerte propia de las cosas humanas».

Bossuet, Jacques Bénigne. Discours sur l’Histoire universelle [1681], tercera parte, cap. I. [Edición: Bossuet. Discurso sobre la historia universal. Barcelona: Cervantes, 1940, pp. 423-429. Traducción de Manuel de Montoliu. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 154-157].

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«Pues este mismo Dios, que es todopoderoso por sí mismo, que ha obrado la concatenación del universo, ha querido, para establecer el orden, que las partes de un todo inmenso dependan las unas de las otras; este mismo Dios ha querido también que el decurso de las cosas humanas tuviera su periodización y sus proporciones; pretendo decir que los hombres y las naciones han alcanzado una calidad proporcional al nivel al que estaban destinados, y que, dejando aparte algunos momentos extraordinarios en los cuales Dios desea que sea patente la intervención de su mano, no llega ningún gran cambio que no tenga sus causas en los siglos precedentes.

Y de la misma manera que en todos los asuntos hay quien los prepara, quien decide emprenderlos y quien consigue hacerlos triunfar, así la verdadera ciencia de la historia consiste en destacar, en cada época, las secretas disposiciones, que han preparado los grandes cambios, y las circunstancias importantes que los han hecho posibles.

En efecto, no basta mirar lo que se tiene delante de los ojos, es decir, no basta con considerar los grandes acontecimientos que deciden de pronto la fortuna de los imperios. Quien pretenda comprender a fondo las cosas humanas debe de adoptar una perspectiva más amplia; debe observar inclinaciones y costumbres o, dicho más brevemente, el carácter tanto de los pueblos dominantes en general como de los príncipes en particular y de todos los hombres extraordinarios que, por la importancia del personaje que han tenido que interpretar en el mundo, han contribuido, para bien o para mal, al cambio de los Estados y de la fortuna pública».

Bossuet, Jacques Bénigne. Discours sur l’Histoire universelle [1681], tercera parte: «Los Imperios». [En Guy Bourdé-Hervé Martin. Las escuelas históricas. Madrid: Akal, 1992, pp. 43-44].

7. Siglo XVIII

Giambattista Vico (1668-1744)

«Al mismo tiempo, esta ciencia describe una historia ideal eterna, sobre la cual transcurren en el tiempo las historias de todas las naciones en sus orígenes, progresos, equilibrios, decadencias y finales. Afirmamos también que aquel que medita esta Ciencia se relata a sí mismo esta historia ideal eterna, pues habiendo sido este mundo de naciones hecho por los hombres (este es el primer principio que se ha establecido antes) y debiéndose hallar, por tanto, el modo de esto en la propia mente humana, ellos mismos son los sujetos de la prueba del «debió, debe, deberá»: pues ocurre que cuando quien hace las cosas se las cuenta a sí mismo, la historia es la más cierta. Así, esta Ciencia procede igual que la Geometría, la cual mientras construye o medita sobre sus elementos se construye el mundo de las dimensiones; pero con tanta más realidad cuanto es mayor la que tienen las acciones humanas en relación con los puntos, líneas, superficies y volúmenes. En esto mismo está la razón que muestra que tales pruebas son de especia divina y que deben ocasionarte, lector, un placer divino, pues conocer y hacer es una misma cosa en Dios».

Vico, Giambattista. Principi d’una scienza nuova intorno alla natura delle nazioni [1725]. [Edición: Principios de una ciencia nueva sobre la naturaleza común de las naciones, I. Del establecimiento de los principios. Madrid: Aguilar, 1981, pp. 190-191.

 

Voces «Historia» y deriv. en el Diccionario de Autoridades (ed. 1726)

HISTORIA. s.f. Relación hecha con arte: descripción de las cosas como ellas fueron por una narración continuada y verdadera de los sucesos más memorables y las acciones más célebres. Es voz Llatina Historia, ae: FIGUER. Plaz. univ. Disc. 38. La Historia da forma a la vida política, y edifica la espiritual. SOLIS, Hist. de Nuev. Esp. lib. I, cap. I. Ha de salir de esta confusión y mezcla de noticias, pura y sencilla la verdad, que es el alma de la historia.

HISTORIA. Se llama también a la descripción que se hace de las cosas naturales, animales, vegetales, minerales, & c., como la Historia de Plinio, la del P. Acosta, la de Dioscórides, &c. Lat. Historia naturalis, seu rerum naturalium.

HISTORIA. Significa también fábula o enredo. Lat. Commentum. Fabula.

HISTORIA. En la pintura se llaman los quadros y tapices que contienen algunos casos históricos. Lat. Pictura historica. OÑA, Postrim. lib. I, cap. I. disc. 5: Hay algunos Pintores que les pondréis tanto lienzo como una Iglesia para pintar una historia, y no se dan maña a pintarla. PALOM. Mus. Pict. lib. 7. cap. 2. & 2. También ha de procurar que la historia no esté toda sembrada de figuras.

Meterse en historias. Frase con que se da a entender que alguno se introduce en cosas que no entiende, o no son de su incumbencia ni le tocan. Lat. Obstrusa evolvere, vel etiam historias. CAN. Obr. poét. f. 35.

Y tu historia escibiré, | sin meterme en más historias.

HISTORIADOR. s. m. El que escribe y compone la historia. Lat. Historicus. OROZC. Epist. I, f. 7. Jenofonte, Historiador grave, dijo, que el oficio del Rey y del Pastor era todo uno. SOLIS. Hist. de Nuev. Esp. lib. I. cap. I. Este primor de entretejer los sucesos, sin que parezcan los unos digresiones de los otros, es la mayor dificultad de los Historiadores.

HISTORIAL. s. m. Lo mismo que historiador. Es voz antigua. Lat. Historicus. MEN. Coron. Copl. 25. El cual Ortamo descendía, según la cuenta de los Historiales, del linaje del Rey Júpiter.

HISTORIAL. adj. de un term. Lo perteneciente a la historia. Lat. Historialis, e: GRAC. Mor. f. 141. Pues los ejercicios de cuestiones historiales y poéticas, algunos no sin gracia los llamaron segundas mesas. INC. GARCIL. Hist. de la Flor. Proem. Y Juan Coles tamopco puso en relación en modo historial.

HISTORIAR. v. a. Componer, narrar o escribir historias o acaecimientos pasados. Lat. Historiam narrare, texere. AYAL. Caíd. de Prínc. lib. 9. cap. 6. Y pues tanto trabajas en escribir las desventuras de todos los pasados, porqué dejarás de historiar las mías?. FR. L. DE GRAN. Symb. part 3. cap. 24. & 2. Cuya fortaleza y sufrimiento, cuyo esfuerzo y constancia, si quisiese historiar, a mi faltarían fuerzas.

HISTORIAR. Vale también pintar historias en cuadros y tapices. Lat. Historias pingere.

HISTORIADO, DA. part. pas. del verbe Historiar en sus acepciones. Lat. Historia narratus, vel pictus. ESQUIL. Rim. Marc. Antonio y Cleopatra, Oct. 21.

Estaban las paredes historiadas | Con plumas de pinceles tan valientes, | Que Adonis era aquel, y enfrente Marte: | Tanto desmiente al natural el arte.

HISTÓRICO. s. m. Lo mismo que Historiador. FIGUER. Plaz. univ. Disc. 38. En esta conformidad vemos haber sido, en los siglos pasados y presentes, muy provechosos al mundo de los Históricos.

HISTÓRICO, CA, adj. Lo perteneciente a la Historia. Lat. Historicus, a, um. ESQUIL. Rim. Son. 132.

La locución veneras Asiática | Y de Livio la grave pluma historica.

HISTORIOGRÁFO, FA. adj. Lo perteneciente al escribir historias. Lat. Historiographus, a, um. BURG. Rim. Son. 45

Y no para buscar Pueblos en Francia, | Que no tengo historiográfo designio.

Diccionario de Autoridades (De la Real Academia Española de la Lengua). Madrid. Francisco de Hierro, 1726. Voces: «Historia y derivadas». [Edición: Ed. fasímil. Madrid: Gredos, 1963, v. 2 (D-Ñ), pp. 162-163. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 164-166].

 

Voltaire (1694-1778)

«Tal vez suceda pronto con la manera de escribir la historia lo que ha sucedido con la física. Los nuevos conocimientos han proscrito los antiguos sistemas. Se querrá conocer el género humano con ese detalle interesante que constituye hoy día la base de la filosofía natural.

Empezamos a respetar muy poco la aventura de Curcio que cerró una sima arrojándose a ella con su caballo. Nos burlamos de los escudos descendidos del cielo y de todos los hermosos talismanes que los dioses regalaban con tanta liberalidad a los hombres, y de las vestales que ponían un barco a flote con su cinturón, y de todo ese montón de tonterías célebres de que son pródigos los antiguos historiadores. Tampoco nos satisface mucho que en su historia antigua el señor Rollin nos hable con toda seriedad del rey Nabis que permitía a aquellos que le traían dinero que abrazasen a su esposa y arrojaba a aquellos que se lo negaban en los brazos de una linda muñeca de un exacto parecido con la reina y armada de puntas de hierro bajo su corpiño. Nos reímos cuando vemos que tantos autores repiten, uno tras otro, que el famoso Otón, arzobispo de Maguncia, fue asaltado y devorado por un ejército de ratas en el año 698; que unas lluvias de sangre inundaron la Gascuña en 1017; que dos ejércitos de serpientes lucharon cerca de Tournai en 1059. Los prodigios, las predicciones, las pruebas del fuego, etc… ocupan actualmente el mismo rango que los cuentos de Heródoto.

Quiero hablar aquí de la historia moderna, en la que no encontramos ni muñecas que abrazan a los cortesanos ni obispos comidos por ratas.

Se pone gran cuidado en decir en qué día se dio una batalla, y se tiene razón. Se imprimen los tratados, se describe la pompa de una coronación, la ceremonia de imposición de un birrete, e incluso la entrada de un embajador, en que no se olvida ni a su ujier ni a sus lacayos. Es bueno que haya archivos de todo a fin de poderlos consultar en caso necesario; y yo considero hoy en día todos los gruesos volúmenes como diccionarios. Pero después de haber leído tres o cuatro mil descripciones de batallas y el contenido de varios centenares de tratados, encontré que en el fondo no estaba mejor informado que antes. Sólo aprendía en ellos acontecimientos. No conozco mejor a los franceses y a los sarracenos por la batalla de Carlos Martel que a los Tártaros y a los turcos por la victoria que obtuvo Tamerlán sobre Bayaceto. Confieso que después de leer las memorias del cardenal de Retz y de la señora de Monteville, sé todo lo que la reina madre dijo, palabra por palabra, al señor de Jersai; me entero de qué forma el coadjutor contribuyó a las barricadas; puedo hacerme una idea de los largos discursos que dirigía a la señora de Bouillon: es mucho para mí curiosidad es, para mi instrucción, muy poca cosa. Hay libros que me enteran de las anécdotas, auténticas o falsas, de una corte. Todo el que ha visto las cortes, o ha deseado verlas, está tan ansioso de esas ilustres bagatelas como una provinciana de conocer las noticias de su pequeña ciudad: en el fondo es la misma cosa, y tiene la misma importancia. Se contaban, bajo Enrique II, anécdotas del tiempo de Carlos IX. Todavía se hablaba del duque de Bellegarde en los primeros años del reinado de Luis XIV. Todas esas pequeñas miniaturas se conservan una o dos generaciones y luego se olvidan para siempre.

Sin embargo, se descuida por ellas otros conocimientos de una utilidad más evidente y duradera. Me gustaría conocer las fuerzas de que disponía un país antes de una guerra, si esa guerra las aumentó o las mermó. ¿Era España más rica antes de la conquista del Nuevo Mundo que hoy? ¿Qué diferencia de población tenía en tiempos de Carlos V y en los de Felipe II? ¿Por qué Ámsterdam contaba apenas veinte mil almas hace doscientos años? ¿Por qué tiene hoy doscientos cuarenta mil? ¿Y cómo se sabe esto positivamente? ¿En cuánto ha aumentado la población de Inglaterra con respecto a la que tenía bajo Enrique VIII? ¿Será verdad lo que se dice en las Cartas persas de que le faltan hombres a la tierra y que está despoblada en comparación con los habitantes que tenía hace dos mil años? Es cierto que Roma tenía entonces más ciudadanos que hoy. Confieso que Alejandría y Cartago eran grandes ciudades; pero París, Londres, Constantinopla, el gran Cairo, Ámsterdam, Hamburgo, no existían. Había trescientas naciones en las Galias, pero esas trescientas naciones no valían lo que la nuestra, ni en número de habitantes ni en industria. Alemania era un bosque: hoy está cubierta de cien ciudades opulentas. Parece como si el espíritu crítico, cansado de perseguir únicamente detalles, hubiese tomado por objeto el universo. Se proclama sin cesar que este mundo está degenerado y se quiere, además, que se despueble. ¡Cómo!, ¿Tendremos que echar de menos los tiempos en que no había camino real de Burdeos a Orleans y en los que París era una pequeña ciudad en la que las gentes se degollaban entre sí? Por mucho que se diga lo contrario, Europa tiene hoy más hombres que entonces y esos hombres valen más que aquellos. Dentro de pocos años se podrá saber a cuánto asciende la población de Europa; porque en casi todas las grandes ciudades, se publica el número de nacimientos al cabo del año, y basándonos en la regla exacta y segura que acaba de establecer un holandés tan hábil como incansable se conoce el número de habitantes por el de nacimientos. Aquí tenemos ya uno de los objetos de la curiosidad del que quiere leer la historia como ciudadano y como filósofo. Estará muy lejos de limitarse a este conocimiento; tratará de averiguar cuáles han sido el vicio radical y la virtud dominante de una nación; por qué ha sido débil o poderosa en el mar; cómo y hasta que punto se ha enriquecido desde hace un siglo; los registros de las exportaciones pueden decírnoslo. Querrá saber cómo se han establecido las artes, las manufacturas; las seguirá en su paso y en su vuelta de un país a otro. En fin, los cambios en las costumbres y en las leyes serán su gran tema. Se sabría así la historia de los hombres en vez de conocer una pequeña parte de la historia de los reyes y de las cortes.

Leo en vano los anales de Francia: nuestros historiadores callan sobre todo estos detalles. Ninguno ha tenido por divisa: homo sum, humani nil a me alienum puto [hombre soy, nada humano juzgo ajeno a mi]. Sería pues preciso, me parece, incorporar con arte esos acontecimientos útiles a la trama de los acontecimientos. Creo que es la única manera de escribir la historia moderna como verdadero político y como verdadero filósofo.

Ocuparse de la historia antigua es, me parece, amalgamar algunas verdades con mil embustes. Esa historia sólo puede ser útil de la misma manera que lo es la fábula: para los grandes acontecimientos que constituyen el tema perpetuo de nuestros cuadros, nuestros poemas, nuestras conversaciones y de los que se sacan ejemplos de moral. Hay que conocer las proezas de Alejandro como se conocen los trabajos de Hércules. En fin, esa historia antigua me parece, con respecto a la moderna, como lo que son las viejas medallas en comparación con las monedas corrientes; las primeras permanecen en las vitrinas de los gabinetes; las segundas circulan por el mundo para el comercio de los hombres.

Pero para emprender semejante obra se precisan hombres que conozcan algo más que los libros. Hace falta que sean estimulados por el gobierno, tanto, por lo menos, por lo que harán como lo fueron los Boileau, los Racine, los Valincour, por lo que no hicieron; y que no se diga de ellos lo que decía de aquellos caballeros un alto funcionario del Tesoro Real, hombre de mucho ingenio: «Todavía no hemos visto de ellos más que sus firmas»».

Voltaire. Nouvelles considérations sur l’histoire [1751]. [Edición: Voltaire. Opúsculos satíricos y filosóficos. Madrid: Alfaguara, 1978, pp. 176-179. Traducción de Carlos R. de Dampierre. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 213-215].

*****

«No me propongo escribir tan sólo la vida de Luis XIV; mi propósito reconoce un objeto más amplio. No trato de pintar para la posteridad las acciones de un solo hombre, sino el espíritu de los hombres en el siglo más ilustrado que haya habido jamás.

Todos los tiempos han producido héroes y políticos, todos los pueblos han conocido revoluciones, todas las historias son casi iguales para quien busca solamente almacenar hechos en su memoria; pero para todo aquél que piense y, lo que todavía es más raro, para quien tenga gusto, sólo cuentan cuatro siglos en la historia del mundo. Esas cuatro edades felices son aquellas en las que las artes se perfeccionaron, y que, siendo verdaderas épocas de la grandeza del espíritu humano, sirven de ejemplo a la posteridad.

El primero de esos siglos, al que la verdadera gloria está ligada, es el de Filipo y de Alejandro, o el de los Pericles, los Demóstenes, los Aristóteles, los Platón, los Apeles, los Fidias, los Praxíteles; y ese honor no rebasó los límites de Grecia; el resto de la tierra entonces conocida era bárbara.

La segunda edad es la de César y de Augusto, llamada también la de Lucrecio, Cicerón, Tito Livio, Virgilio, Horacio, Ovidio, Varrón y Vitrubio.

La tercera es la que siguió a la toma de Constantinopla por Mahomet II. El lector recordará cómo por aquel entonces, en Italia, una familia de simples ciudadanos hizo lo que debían emprender los reyes de Europa. Los Médicis llamaron a Florencia a los sabios expulsados de Grecia por los turcos; eran tiempos gloriosos para Italia; las bellas artes habían cobrado ya nueva vida; los italianos las honraron dándoles el nombre de virtud, como los primeros griegos las habían caracterizado con el nombre de sabiduría. Todo iba hacia la perfección.

Las artes, trasplantadas de nuevo de Grecia a Italia, encontraron un terreno favorable en el que fructificaron rápidamente. Francia, Inglaterra, Alemania, España, quisieron a su vez poseer esos frutos: pero o no llegaron a crecer en esos climas, o degeneraron demasiado pronto.

Francisco I estimuló a los sabios, que fueron meros sabios; tuvo arquitectos, pero no tuvo un Miguel Ángel o un Palladio; en vano quiso fundar escuelas de pintura: los pintores italianos que llamó no hicieron alumnos franceses. Nuestra poesía se reducía a unos cuantos epigramas y algunos cuantos libros. Rabelais era nuestro único libro de prosa a la moda en tiempos de Enrique II.

En una palabra, sólo los italianos lo tenían todo, si se exceptúan la música, que todavía no había llegado a su perfección, y la filosofía experimental, desconocida por igual en todas partes hasta que la dio a conocer Galileo.

El cuarto siglo es el llamado de Luis XIV, y de todos ellos es quizá el que más se acerca a la perfección. Enriquecido con los descubrimientos de los otros tres, ha hecho más, en ciertos géneros, que todos ellos juntos. Es cierto que las artes no sobrepasaron el nivel alcanzado en tiempos de los Médicis, los Augusto y los Alejandro; pero la razón humana, en general, fue perfeccionada. La sana filosofía no se conoció antes de ese tiempo, y puede decirse que partiendo de los últimos años del cardenal de Richelieu hasta llegar a los que siguieron a la muerte de Luis XIV, se efectuó en nuestras artes, en nuestros espíritus, en nuestras costumbres, así como en nuestro gobierno, una revolución general que será testimonio eterno de la verdadera gloria de nuestra patria. Esta feliz influencia ni siquiera se detuvo en Francia; se extendió a Inglaterra, provocó la emulación de que estaba necesitada entonces esa nación espiritual y audaz; llevó el gusto a Alemania, las ciencias a Rusia; llegó incluso a reanimar a Italia que languidecía, y Europa le debe su cortesía y el espíritu de sociedad a la corte de Luis XIV.

No debe creerse que esos cuatro siglos hayan estado exentos de desgracias y de crímenes. La perfección de las artes que pacíficos ciudadanos cultivan no les impide a los príncipes ser ambiciosos, a los pueblos sediciosos, a los sacerdotes y a los monjes revoltosos y bribones a veces. Todos los siglos se parecen por la maldad de los hombres; pero sólo conozco esas cuatro edades que se hayan distinguido por los grandes talentos».

Voltaire. Le Siècle de Louis XIV [1751], cap. I, Introducción. [Edición: Voltaire. El Siglo de Luis XIV. México: Fondo de Cultura Económica, 1954, pp. 42-43. Traducción de Nelida Orfila Reynal. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 215-216].

*****

«Los monumentos no prueban los hechos sino cuando esos hechos verosímiles nos son transmitidos por contemporáneos ilustrados.

Las crónicas de los tiempos de Felipe Augusto y de la abadía de la Victoria son pruebas de la batalla de Bouvines pero cuando veáis en Roma el grupo del Laoconte, ¿creeréis por ella la fábula del caballo de Troya? Y aunque veáis en el camino de Paris las horrendas estatuas de un San Dionisio, ¿os probarán tales monumentos de barbarie que dicho santo, después de decapitado, caminó una legua entera llevando su cabeza entre los brazos y besándola de vez en cuando?

La mayor parte de los monumentos, cuando han sido erigidos mucho después de la acción, sólo prueban errores consagrados y hasta hay que desconfiar a veces de las medallas acuñadas al propio tiempo de un acontecimiento. Hemos visto a los ingleses, engañados por una noticia falsa, grabar en una medalla: “Al almirante Vernon, vencedor de Cartagena”; y apenas fue acuñada tal medalla se supo que el almirante había levantado el sitio. Si una nación en la cual hay tantos filósofos ha podido arriesgarse a engañar así a la posteridad, ¿qué debemos pensar de los pueblos y épocas abandonados a la grosera ignorancia?

Creamos en los acontecimientos atestiguados por los registros públicos, por el consenso de los autores contemporáneos, que vivían en una capital, recíprocamente ilustrados, y que escribían bajo la observación de los principales de su país. Pero en cuanto a todos esos pequeños, obscuros y novelescos sucesos escritos por hombres igualmente obscuros en el fondo de alguna provincia ignorante y bárbara; en cuanto a esos cuentos cargados de circunstancias absurdas, a esos prodigios que deshonran la historia en lugar de embellecerla, remitámoslos a Vorágine, al jesuita Caussin, a Mainbourg y a sus semejantes».

Voltaire. Essai sur les moeurs et l’esprit des nations [1769], cap. CXVII. [Edición: Voltaire. Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones. Buenos Aires: Librería Hachette, 1959, pp. 1155-1156. Traducción de Hernán Rodríguez. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 217-218].

 

William Robertson (1721-1793)

«Cuando se estudia la historia de su propio país no hay época que no interese por algunos respectos, pues todos los acontecimientos dan a conocer los progresos de su constitución, de sus leyes y costumbres, y merecen una atención seria; aún los hechos más remotos y de poca importancia pueden satisfacer este sentimiento de curiosidad innato en los hombres. No así al tratarse de la historia de los países extraños, pues entonces el deseo de instruirse está más limitado. El progreso general de las ciencias, de dos siglos a esta parte, junto con el desarrollo de la imprenta, han producido en Europa tantas historias, y a la vez tantas memorias para escribirla, que la vida humana es corta para leerlas, cuanto más para estudiarlas; así que, no sólo los hombres que deben administrar los negocios públicos, sino hasta los que se dedican exclusivamente a la historia, deben contentarse con ideas generales sobre lo acaecido en épocas distantes, y deben limitar su estudio y sus meditaciones a ese período en que se unieron íntimamente las potencias de Europa, y en que los acontecimientos de un estado han influido tanto en los de otro, que han regulado, por decirlo así, su política y su respectivo gobierno.

Necesario sería pues fijar unos límites que señalasen con certeza la separación de estos varios períodos. Una época hay en la historia, antes de la cual cada país tenía aparte sus anales, porque no admitía alianzas ni relaciones con sus vecinos; posteriormente los acontecimientos de cada pueblo instruyen e interesan a los demás. Era pues indispensable determinar cuál fue esa época.

Llevado de esta mira he resuelto escribir la historia del emperador Carlos V, puesto que en su tiempo los gobiernos de Europa concibieron un vasto sistema político, merced al cual adquirió cada uno su rango, conservado después con mayor estabilidad de la que podía preverse, si se consideran los violentos sacudimientos que han dado origen a tantas revoluciones interiores y a tantas guerras de nación a nación. Los grandes acontecimientos que entonces tuvieron lugar no han consumido todavía su fuego creador; aún se experimentan algunos efectos de los principios políticos que por aquella época se establecieron, y los fundamentos de un equilibrio de poder que se crearon o se generalizaron, no han cesado de influir en las operaciones políticas de los estados de Europa.

Puede afirmarse pues que el siglo de Carlos V es el período en el que el estado político de Europa empezó a tomar nueva forma. Al componer el cuadro que presento en esta obra he formado en cierto modo una introducción para la historia de Europa posterior a aquel reinado. Muchísimos biógrafos se han ocupado en describir las acciones y cualidades personales del Emperador Carlos V, los historiadores de varios países cuentan algunos hechos que sólo tuvieron consecuencias locales o pasajeras: mas yo me he propuesto recoger únicamente de su reinado los grandes acontecimientos cuyos efectos fueron generales y que se experimentan aún hoy día.

Empero como mis lectores sacarían sólo una instrucción incompleta si no tuviesen algunos conocimientos en punto al estado de Europa, anterior a la época que describo, he pensado suplir esta falta por medio de una introducción que abraza un tomo preliminar en que indico y aclaro las causas y los acontecimientos cuya acción ha producido todas las revoluciones acaecidas en Europa desde la ruina del imperio romano hasta principios del siglo XVI. Expongo a los ojos del público una pintura de los progresos de la sociedad en lo que concierne no sólo a la administración interior, a las leyes y costumbres, sino también al ejercicio de la fuerza nacional reclamada por las operaciones del gobierno en el exterior: en fin, describo la constitución política de las principales naciones de Europa en el momento en que Carlos V subió al trono.

Me he visto obligado a entrar en discusiones críticas más propias del jurisconsulto que del historiador; por esto las he colocado al fin de la introducción con el título de Pruebas e Ilustraciones. Muchos lectores harán poca atención en ello, mas otros las mirarán tal vez como la parte más curiosa e interesante de mi obra.

Debo advertir que indico con esmero las fuentes de donde he sacado los hechos, y cito a los escritores cuya autoridad he adoptado; acaso lo hago con una exactitud tal que algunos tomarán por afectación; mas no ha de ser así, si se considera que no puede hacerse vano alarde de haber leído muchos libros y entre ellos algunos que jamás hubiera abierto si no me hubiese impuesto la obligación de comprobar cuidadosamente todo cuanto expongo a los ojos del público.

Mis investigaciones me han conducido no pocas veces a oscuros o poco trillados senderos, por cuanto me he visto obligado a remitirme siempre a los autores que me daban luz; esto me ha parecido necesario no sólo para dar más peso a los hechos en que se apoyan mis juicios, sino también para dar un norte a los que quisieran recorrer la misma senda y ponerlos en estado de hacer más fáciles, y felices averiguaciones.

Los atentos e ilustrados lectores observarán en mi obra una omisión cuyo motivo debo de todos modos explicar. Consiste en que no hago mención de las conquistas de Méjico y del Perú ni de la fundación de las colonias españolas en el continente e islas de América. Al principio pensé extenderme mucho sobre tan memorables acontecimientos; pero cuando hube examinado maduramente esta parte de mi plan, conocí que el descubrimiento de la América y su influencia en los sistemas políticos o comerciales de Europa, eran objetos harto brillantes y de muy alta importancia para que pudiesen tratarse superficialmente; por otra parte, si les hubiese dado toda la extensión que merecen, el episodio hubiese sido más extenso que la obra. He aquí porqué he reservado estos detalles para otra historia particular que me propongo escribir si la presente merece la aceptación pública.

Sin embargo, aunque suprimiendo del reinado de Carlos V, unos asuntos tan considerables, si bien que separados del objeto principal, haya reducido mi obra a más estrecho círculo, estoy persuadido que mis lectores hallarán todavía el plan sobrado extenso y la empresa demasiado atrevida, si se toma en cuenta lo que he creído conveniente exponer acerca la naturaleza e intento de mi obra. No pocas veces me he visto poseído yo mismo de este mismo sentimiento; pero persuadido de la utilidad incontestable de una historia como la presente, he resuelto ser constante en mi primer designio. Al público toca hoy juzgar del mérito de la ejecución; juicio que aguardaré no sin inquietud, pero al cual me someteré con respetuoso silencio».

Roberton, William. History of the Reign of the Emperor Charles V [1769], Prólogo del autor. [Edición: Robertson, William. Historia del reinado de Carlos V. Barcelona: Librería de J. Oliveras y Gavarró, 1839, pp. I-V. Traducción de J. María Gutiérrez de la Peña. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 225-227].

 

Johann Gottfried Herder (1744-1803)

«Nadie en el mundo siente más que yo la debilidad de las caracterizaciones generales. Pintamos un pueblo entero, una época, una región, ¿a quién hemos pintado? Resumimos los pueblos y las épocas que se suceden en una alternancia infinita, como las olas del mar, ¿a quién hemos pintado? ¿A quién se refiere la palabra que describe? En definitiva, no los resumimos más que con una palabra general con la que cada uno piensa y siente acaso lo que quiere. ¡Imperfecto medio de descripción! ¡Con qué facilidad podemos ser entendidos de forma equivocada!

¿Quién ha observado que es imposible expresar la peculiaridad de un ser humano, señalar su distintivo distinguiéndolo, el modo como siente y como vive, la diferente y peculiar manera de apropiarse de todas las cosas una vez que su ojo las ve, que su alma las compara, que su corazón las siente? ¡Qué profundidad reside simplemente en el carácter de una nación! Por muy a menudo que la hayamos percibido y nos hayamos asombrado de ella, huye de la palabra y, al menos en ésta, ocurre tan pocas veces que todo el mundo reconozca que la comprende y comparte. Si es así, ¿qué sucederá al pretender abarcar el océano de todos los pueblos, épocas y países, al pretender resumirlos en una mirada, en un sentimiento, en una palabra? ¡Pálidos e incompletos reflejos las palabras! A ellas debiera seguir, o bien preceder, el cuadro completo y vivo del modo de vida, de las costumbres, necesidades y peculiaridades del país y de su cielo. Para sentir una sola tendencia o acción de una nación, para sentir el conjunto de las mismas, debiera comenzarse por simpatizar con esa nación, encontrar una palabra en cuya plenitud pensáramos todo eso; de lo contrario, leemos… una palabra.

Todos nosotros pensamos poseer aún los instintos paternales, familiares y humanos del oriental; pensamos ser capaces de conservar la fidelidad y el celo artístico del egipcio, la actividad fenicia, el amor a la libertad de los griegos, el alma fuerte de los romanos. ¿Quién no cree sentirse dispuesto a todo ello si el tiempo y la ocasión…?; pero mira, lector, ahí es donde nos encontramos. El más cobarde malvado sigue indudablemente poseyendo una lejana disposición y capacidad para convertirse en héroe generoso, pero entre éstas y «el sentimiento completo del ser, de la existencia según ese carácter»… ¡un abismo! Por lo tanto, aunque no te faltara más que el tiempo y la ocasión para transformar en habilidad y en instinto genuino tu disposición para seguir al oriental, al griego, al romano, ¡un abismo! No se trata más que de instintos y de habilidades. Hay toda una naturaleza anímica que domina sobre todo, que modela todas las demás inclinaciones y facultades del alma de acuerdo consigo misma, que colorea incluso los actos más indiferentes; para compartir tales cosas, no basta que respondas de palabra; introdúcete en la época, en la región, en la historia entera; sumérgete en todo ello, sintiéndolo; sólo así te hallas en camino de entender la palabra, pero de esta forma se desvanecerá también el pensamiento, «como si tú mismo fueses todo eso tomado en particular o en su conjunto». ¿Tú todo eso en su conjunto? ¿Tú quintaesencia de todas las épocas y de todos los pueblos? Ello pone de manifiesto, por sí sólo, la insensatez de la pretensión.

¡Carácter de las naciones! Sólo los datos de su constitución y de su historia deben decidir. Aparte de las inclinaciones que asignas a un patriarca, ¿no tuvo, no pudo tener acaso otras distintas? A ambas preguntas respondo simplemente: por supuesto que sí; por supuesto que tuvo otras, rasgos secundarios que se desprenden por sí solos de lo que he dicho o de lo que no he dicho, rasgos que yo conozco en la palabra, y conmigo quizá otros que tienen presente la historia patriarcal; es preferible que pueda tener otros muchos rasgos, en otro lugar, conforme a la época, al progreso de la cultura, bajo otras circunstancias. ¿Por qué no iban a ser elegantes hombres de nuestro siglo un Leónidas, un César, un Abraham? ¿Por qué no podían serlo? ¡Pero no lo fueron! De esto se trata; sobre ello hay que preguntar a la historia.

Así me dispongo igualmente a las insignificantes contradicciones extraídas del gran detalle de los pueblos y de las épocas: que ningún pueblo continuó siendo lo que fue, ni podía serlo; que cada uno, al igual que todo arte y toda ciencia -¿y qué excepción hay en el mundo?- , ha tenido su periodo de auge, de florecimiento y de decadencia; que cada uno de esos cambios no ha durado más que el tiempo que la rueda del destino humano podía otorgarle; que, finalmente, no hay en el mundo dos momentos que sean idénticos; que, por consiguiente, tampoco los egipcios, ni los romanos, ni los griegos, fueron iguales en todo tiempo. Me estremezco pensando en las objeciones que pueden presentar a este respecto las personas sabias, especialmente los conocedores de la historia. Grecia se componía de múltiples países: atenienses y beocios, espartanos y corintios, estaban muy lejos de ser iguales. ¿No se practicaba ya en Asia la agricultura? ¿No llegaron los egipcios a comerciar tan bien como los fenicios? ¿No fueron los macedonios tan conquistadores como los romanos? ¿No fue acaso Aristóteles una cabeza tan especulativa como Leibniz? ¿No superan en bravura a los romanos nuestros pueblos nórdicos? ¿Eran todos los egipcios, griegos y romanos, iguales, lo son todas las ratas y ratones? ¡No!, pero son ratas y ratones».

Herder, Johann Gottfried. Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit [Otra filosofía de la historia para la educación de la humanidad] [1774], sección primera, I. [Edición: Herder, J. G. Obra selecta. Madrid: Alfaguara, 1982, pp. 295-297. Traducción de Pedro Ribas. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 239-240].

*****

«¡Nuestro sistema comercial! ¿Puede imaginarse algo más refinado que esta ciencia que lo abarca todo? ¡Qué miserables eran los espartanos, que empleaban a sus ilotas para la agricultura! ¡Qué miserables los romanos, que encerraban a sus esclavos en prisiones subterráneas! En Europa se ha suprimido la esclavitud, porque se ha calculado cuánto más costarían y cuánto menos aportarían los esclavos que la gente libre. Sólo una cosa nos hemos seguido permitiendo: utilizar tres continentes como esclavos, traficar con ellos, desterrados a las minas de plata y fábricas de azúcar. Pero no son europeos, no son cristianos, y nosotros obtenemos a cambio plata, piedras preciosas, especias, azúcar y… enfermedades internas: todo ello, pues, a causa del comercio, en favor de la mutua ayuda fraternal y la comunidad de los países.

«¡Sistema comercial! » Es evidente la grandeza, el carácter único de esta organización. Tres continentes asolados y organizados por los europeos, nosotros, en cambio, despoblados, castrados, por ellos, hundidos en la opulencia, el desollamiento y la muerte; esto se llama traficar rica y felizmente. ¿Quién no toma parte en la gran nube de la que chupa Europa, quién no penetraría en ella y vendería, a falta de otros, a sus propios hijos como supremo comerciante? El antiguo nombre, «pastor de los pueblos», se ha convertido en el de monopolizador; si la nube rompe en mil vientos huracanados, ¡gran dios Marnmon, al que todos servimos ahora, socórrenos!

«¡Modo de vida y costumbres!» ¡Qué miserable época, cuando había todavía naciones y caracteres nacionales!, ¡Qué odio y aversión recíprocos frente a los extranjeros, qué limitación al alma propia, qué prejuicios ancestrales, qué apego al terruño donde hemos nacido y en el que nos pudriremos, qué mentalidad local, qué estrecho círculo de ideas, qué eterna barbarie! Entre nosotros han desaparecido, gracias a Dios, todos los caracteres nacionales; todos nos amamos, o mejor: nadie necesita amar al otro; tenemos relaciones, somos iguales: educados, corteses, felices, no tenemos patria, no tenemos gentes «nuestras», para las que vivir, pero somos, en cambio, amigos de la humanidad y cosmopolitas. Todos los gobernantes de Europa, todos nosotros, pronto hablaremos francés y entonces, ¡felicidad!, la edad de oro vuelve a comenzar, «toda la tierra hablaba la misma lengua, habrá un sólo rebaño y un sólo pastor». Caracteres nacionales, ¿dónde estáis?

«¡Modo de vida y costumbres de Europa!» ¡Qué virtudes góticas: la modestia, la timidez juvenil, el pudor! Nos deshacemos pronto del equívoco e inútil manto de la virtud; tertulias, mujeres (que ahora son las que más prescinden del pudor y las que, también es cierto, menos lo necesitan). Incluso nuestros padres lo borran pronto de nuestras mejillas y, si no ellos, los maestros de buenas costumbres. Si vamos de viaje, ¿quién llevará de nuevo el vestido de la infancia, una vez que se ha quedado pequeño, pasado de moda y fuera del buen gusto? Nosotros tenemos osadía, tono social, facilidad para servimos de todo, bella filosofía, «delicadeza de gusto y de pasión». ¡Qué gusto más tosco poseían todavía los griegos y romanos! No tenían la menor gentileza en el trato con el bello sexo. Platón y Cicerón pudieron escribir tomos enteros de diálogos sobre metafísica y artes viriles sin que hablara nunca una mujer. ¿Quién soportaría entre nosotros una obra sin amor, aunque se tratara de Filoctetes en su isla desierta? Voltaire, pero véase la seriedad con que él mismo advierte sobre las consecuencias. Las mujeres son nuestro público, nuestras Aspasias del gusto y de la filosofía. Nosotros sabemos poner un corsé a los torbellinos cartesianos y a la atracción newtoniana; escribimos la historia, los sermones y qué sé yo cuántas cosas más para las mujeres y como mujeres. Queda demostrada la fina delicadeza de nuestro gusto.

«¡Bellas artes y ciencias! ». Las más toscas pudieron ser desarrolladas por los antiguos, por la miserable y agitada forma de gobierno de las pequeñas repúblicas. Pero he ahí cuán tosca es la elocuencia de Demóstenes, cuán tosco es el teatro griego, cuán toscos son los mismos antiguos, tan celebrados. Su pintura y su música no han sido más que fantasías y voces infladas. La refinada flor de las artes ha esperado hasta la feliz monarquía. En la corte de Luis copió Corneille sus héroes y Racine sus sentimientos; se inventó un tipo enteramente nuevo de verdad, de emoción y de gusto, un tipo del que nada supieron los antiguos con sus fábulas, su frialdad, su falta de solemnidad: la ópera. ¡Loor a tí, ópera, punto donde se congregan y compiten todas nuestras bellas artes!

Fue en la feliz monarquía donde se produjeron aún invenciones. En lugar de las viejas y pedantes universidades, se descubrieron las brillantes academias. Bossuet inventó una historia, consistente en pura declamación, sermón y registro cronológico, que era muy superior a la simplicidad de Jenofonte y de Tito Livio. Bourdaloue inventó su género oratorio, ¡cuán superior al de Demóstenes! Se descubrió una nueva música, armonía, que no necesitaba melodía; una nueva arquitectura, cosa que todo el mundo había creído imposible, una nueva columna, y lo que más admirará a la posteridad, una arquitectura sobre la superficie y con todas las producciones de la naturaleza: la jardinería, llena de proporciones y simetría, llena de eterna fruición y una naturaleza enteramente nueva, sin naturaleza. ¡Dichosos nosotros! ¡Lo que hemos podido descubrir bajo la monarquía tan sólo!

La filosofía fue lo último en comenzar. Y ¡con qué novedad!, sin sistema ni principios, de forma que tuviese libertad para crear también lo contrario en otra ocasión; sin pruebas, recubierta de ingenio, pues «jamás una filosofía severa ha mejorado el mundo». Finalmente -¡magnífico invento!- en forma de memorias y diccionarios, donde todo el mundo puede leer lo que quiere y cuanto quiere; y el más soberbio de los descubrimientos, el diccionario, la enciclopedia de las ciencias y artes todas. «Si ocurriera un día que el fuego y el agua hicieran desaparecer todos los libros, las artes y las ciencias, el hombre extraerá de ti, Enciclopedia, y lo hallará todo en tí». Lo que la imprenta ha sido para las ciencias, lo ha sido la Enciclopedia para la imprenta: cumbre suprema de la difusión, exhaustividad y conservación eterna.

Debería celebrar todavía lo mejor, nuestros enormes progresos en la religión: hemos empezado incluso a recontar las variantes de la Biblia; en los principios del honor, desde que hemos suprimido la ridícula caballería y hemos convertido las órdenes en cintas para niños y para regalos cortesanos. Y, sobre todo, debería celebrar la cima alcanzada en materia de virtudes humanas, paternales, femeninas e infantiles. Pero, ¡quién puede celebrar todo en un siglo como el nuestro! Basta; somos «el vértice del árbol que se mueve en el aire; la edad de oro se acerca»».

Herder, Johann Gottfried. Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit [Otra filosofía de la historia para la educación de la humanidad] [1774], sección segunda, V. [Edición: Herder, J. G. Obra selecta. Madrid: Alfaguara, 1982, pp. 335-338. Traducción de Pedro Ribas. En F. Sánchez Marcos. Invitación a la historia. Barcelona: Labor, 1993, pp. 241-243].

 

Nicolas de Condorcet (1743-1793)

«Si nos limitamos a observar, a conocer los hechos general y las leyes constantes que presenta el desenvolvimiento de estas facultades, en lo que hay de común a los diversos individuos de la especie humana, esta ciencia lleva el nombre de metafísica.

Pero si se considera este mismo desenvolvimiento en sus resultados, relativamente a la masa de los individuos que coexisten al mismo tiempo sobre un espacio dado, y si le seguimos de generación en generación, presenta entonces el cuadro de los progresos del espíritu humano. Este progreso está sometido a las mismas leyes generales que se observan en el desenvolvimiento individual de nuestras facultades, puesto que es el resultado de este desenvolvimiento, considerado al mismo tiempo en un gran número de individuos reunidos en sociedad. Pero los resultados que cada instante presenta dependen del que ofrecen los instantes precedentes e influyen sobre los tiempos venideros.

Este cuadro es, pues, histórico, puesto que, sometido a perpetuar variaciones, se forma por la observación sucesiva de las sociedades humanas en las diferentes épocas que han recorrido. Debe presentar el orden de los cambios, exponer el influjo que ejerce en cada instante sobre el que le reemplazo, y mostrar así, en las modificaciones que ha recibido la especia humana, renovándose sin cesar en medio de la inmensidad de los siglos, la marcha que ha seguido y los pasos que ha dado hacia la verdad y la felicidad. Estas observaciones conducirán inmediatamente a los medios de asegurar y de acelerar los nuevos progresos que su naturaleza les permite esperar todavía.

Tal es la bella empresa que he emprendido y cuyo resultado será mostrar por el razonamiento y por los hechos que no hay marcado ningún término al perfeccionamiento de las facultades humanas; que la perfectibilidad del hombre es realmente indefinida; que los progresos de esta perfectibilidad, independientes de todo poder que quisiera detenerlos, no tienen ningún otro término que la duración del globo en que nos ha lanzado la naturaleza. Sin duda, estos progresos podrán seguir una marcha más o menos rápida, pero jamás será retrógrada; al menos en tanto que la tierra ocupe el mismo lugar en el sistema del universo y que las leyes generales de este sistema no produzcan sobre este globo un desquiciamiento general, o cambios que no permitan ya a la especie humana conservar y desplegar las mismas facultades o encontrar los mismos recursos…

Se puede incluso observar que, según las leyes generales del desarrollo de nuestras facultades, han debido de nacer ciertos prejuicios en cada época de nuestros progresos, pero para extender mucho más allá su seducción o su imperio. Porque los hombres conservan aún los errores de su infancia, los de su pueblo y los de su siglo mucho tiempo después de reconocer todas, las verdades necesarias para destruirles.

En fin, en todos los países y en todos los tiempos hay prejuicios diferentes según el grado de instrucción de las distintas clases de hombres, así como según sus profesiones. Si los prejuicios de los filósofos estorban a los nuevos progresos de la verdad, los de las clases menos ilustradas retrasan la propagación de las verdades ya conocidas, y los de ciertas profesiones acreditadas o poderosas oponen obstáculos a estas verdades; son tres clases de enemigos que la razón se ve obligada a combatir incesantemente, y de los cuales no triunfa muchas veces más que después de una lucha larga y penosa. La historia de estos combates, la del nacimiento, el triunfo y la caída de los prejuicios ocupará, por tanto, un gran lugar en esta obra y no será la parte menos importante ni la menos útil de ella.

Si existe la ciencia de prever los progresos de la especie humana, de dirigirlos y de acelerarlos, la historia de los que ha realizado debe ser su base principal…

¿Hemos llegado al punto en que no tengamos ya que temer ni nuevos errores ni la vuelta de los antiguos; en que ninguna institución corruptora no pueda ser ya presentada por la hipocresía y adoptada por la ignorancia o por el entusiasmo, y en que ninguna combinación viciosa no pueda hacer ya la desgracia de ninguna gran nación? ¿Será acaso inútil saber cómo han sido engañados los pueblos, corrompidos o sumergidos en la miseria?

Todo nos dice que tocamos la época de una de las grandes revoluciones de la especie humana. ¿Qué nos podía alumbrar mejor sobre lo que debemos esperar de ella; qué es lo que nos puede ofrecer una guía más segura para conducirnos en medio de sus movimientos que el cuadro de las revoluciones que la han precedido y preparado? El estado actual de las luces nos garantiza que será afortunado; pero no será esto sino a condición de que sepamos utilizar todas nuestras fuerzas; y para que la dicha que promete sea comprada a menos precio; para que se extienda con rapidez en un mayor espacio y para que sea más completa en sus efectos, ¿no tenemos necesidad de estudiar en la historia del espíritu humano qué obstáculos nos quedan que temer y qué medios tenemos de salvarlos…?».

Condorcet, Nicolas de. Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain, 1793. [Edición: Condorcet. Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, t. I. Madrid: Espasa-Calpe, 1921, pp. 18-29. Traducción de Domingo Barnés. En Mitre, Emilio. Historia y pensamiento históricos. Madrid: Cátedra, 1997, pp. 191-193].

8. Siglo XIX

Alessandro Manzoni (1785-1873)

«Pues, en fin, ¿qué nos ofrece la historia? Hechos que no son, por así decir, conocidos más que por fuera; lo que los hombres han ejecutado: pero lo que han pensado, los sentimientos que han acompañado sus deliberaciones y sus proyectos, sus logros y sus infortunios; los discursos a través de los cuales han hecho o tratado de hacer prevalecer sus pasiones y sus voluntades sobre otras pasiones y otras voluntades, a través de los cuales han expresado su cólera, desahogado su tristeza, a través de los cuales, en una palabra, han revelado su individualidad: todo eso, aproximadamente, es omitido por la historia; y todo eso es el dominio de la poesía».

Manzoni, Alessandro. Lettre à monsieur Chauvet sur l’unité de temps et de lieu dans la tragédie, 1820. [En Manzoni, Alessandro. Adelghis / Lettre à Chauvet. Saint-Etienne: Université de Saint-Etienne, 1979, p. 254. Traducción para el portal de Enrique Sánchez Costa].

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«La Historia se puede en verdad deffinir como una guerra ilustre contra el Tiempo, pues quitándole de las manos los años sus prisioneros, más aún, ya cádaveres, tórnalos en vida, pásales revista, y dispónelos nuevamente en orden de batalla. Mas los ilustres Campeones que en tal Liza cosechan Palmas y Laureles, extasíanse sólo ante los despojos más fastuosos y brillantes, embalsamando con sus tintas las Empresas de Príncipes y Potentados, e insines Personages, y pespunteando con la aguja finíssima de su ingenio los hilos de oro y seda, que forman un bordado perpetuo de Actiones gloriosas. Con todo a mi debilidad no le está permitido encumbrarse hasta tales argumentos, y sublimidades peligrosas, aventurándose entre los Laberintos de las intrigas políticas, y el retumbar de los bélicos Clarines: mas auiendo tenido noticia de hechos memorables, si bien acontecieron a gentes mecánicas, y de poca monta, dispóngome a dejar memoria dellos a la Posteridad, haciendo de todo fiel y genuinamente Relato, o bien sea Relación».

Manzoni, Alessandro. I promessi sposi, 1827-1841, «Introducción». [Edición: Manzoni, Alessandro. Los novios. Madrid: Cátedra, 1985, pp. 65-66. Traducción de Mª Nieves Muñiz].

 

Thomas Babington Macaulay (1800-1859)

«En la filosofía de la historia los modernos han superado en mucho a los antiguos. No es extraño, ciertamente, que los griegos y romanos no hubieran hecho llegar la ciencia del gobierno, o cualquier otra ciencia experimental, tan lejos como en nuestro tiempo; puesto que las ciencias experimentales se encuentran por lo general en situación de progreso. Fueron comprendidas mejor en el siglo XVII que en el XVI y en el siglo XVIII que en el XVII. Pero este constante avance, este desarrollo natural del conocimiento, no justifica, sin embargo, la inmensa superioridad de los escritores modernos. La diferencia es una diferencia no de grado sino de naturaleza. No es solamente que hayan sido descubiertos nuevos principios, sino que parece que se ejercitan nuevas facultades. No es que en una época el intelecto humano haya hecho solo un pequeño progreso y que en otra haya avanzado mucho, sino que en una época se habría mantenido estancado, mientras que en otra se ha desarrollado constantemente. En gusto e imaginación, en la magnificencia de las obras públicas, los antiguos fueron al menos iguales a nosotros. Pero en las ciencias morales apenas hicieron ningún avance. Durante el largo periodo que se extiende entre el siglo V antes de la era cristiana y el siglo V después de ella, se realizó poco progreso perceptible. Todos los descubrimientos metafísicos de todos los filósofos, desde el tiempo de Sócrates hasta las invasiones nórdicas, no pueden ser comparados en importancia con los que se realizaron en Inglaterra cada cincuenta años desde el tiempo de Isabel. No hay la menor razón para creer que los principios de gobierno, legislación y economía política fueron mejor comprendidos en la época de César Augusto que en la de Pericles. En nuestro propio país las doctrinas bien fundadas del comercio y la jurisprudencia han sido, en el tiempo de una sola generación, confusamente sugeridas, abiertamente propuestas, defendidas, sistematizadas, adoptadas por todos los pensadores de todos los partidos, citadas en asambleas legislativas, incorporadas en leyes y tratados».

Macaulay, T. Babington. Essays, Critical and Miscellaneous. Philadelphia: Carey and Hard, 1844, pp. 60-61. Traducción para el portal de F. Sánchez Marcos].

 

François-René de Chateaubriand (1768-1844)

«Los analistas de la antigüedad no incluían en sus narraciones el cuadro de los diferentes ramos de la administración: las ciencias, las artes, la educación pública, no entraban en el dominio de la historia; Clío caminaba a la ligera, desembarazada del pesado equipo que arrastra ahora en pos de sí. El historiador se convertía con frecuencia en un viajero que cuenta lo que ha visto. Al presente la historia es una enciclopedia que todo lo embebe, desde la astronomía hasta la química; desde la ciencia de la hacienda hasta el arte de las manufacturas; desde el conocimiento de la pintura, de la escultura y de la arquitectura hasta la economía política; desde el estudio de las leyes eclesiásticas, civiles y criminales hasta el de las leyes políticas. El historiador moderno se deja llevar en la narración de una escena de costumbres y de pasiones: a lo mejor le interrumpe una contribución; otro impuesto reclama su crítica, y préstanle materia la guerra, la navegación y el comercio. ¿Cómo se fabricaban entonces las armas? ¿De dónde se proveían de madera para la construcción? ¿Cuánto valía la libra de pimienta? […] La sociedad queda desconocida si se ignora el color de los calzones del rey, o el valor de un marco de plata. El historiador ha de saber no solamente lo que pasa en su patria sino también en las naciones vecinas, y al través de estos detalles ha de dominar su pensamiento y servirle de guía una idea filosófica. Ved aquí los inconvenientes de la historia moderna; y son tales que quizá nos impedirán que tengamos nunca historiadores como Tucídides, Tito-Livio y Tácito. […]

Cuatro especies de documentos encierran la historia entera de las naciones en el orden sucesivo de su edad: las poesías, las leyes, las crónicas que contienen hechos generales, y las memorias que pintan las costumbres y la vida privada. Los hombres cantan primero y después escriben».

Chateaubriand, François-René. Estudios o discursos históricos sobre la caída del Imperio romano, el nacimiento y los progresos del cristianismo y la invasión de los bárbaros [1831], I. Valencia, Librería de Casiano Mariana, 1841, pp. 5-7.

 

Auguste Comte (1798-1857)

«En el estadio teológico, el espíritu humano, al dirigir esencialmente sus investigaciones hacia la naturaleza íntima de los seres, las causas primeras y finales de todos los efectos que le afectan; en una palabra, hacia todos los conocimientos absolutos, se representan los fenómenos como producidos por la acción directa y continua de agentes sobrenaturales más o menos numerosos, cuya intervención arbitraria explica todas las anomalías aparentes del universo.

En el estadio metafísico, que en el fondo no es más que una simple modificación del primero, los agentes sobrenaturales son sustituidos por fuerzas abstractas, verdaderas entidades (abstracciones personificadas), inherentes a los diversos seres del mundo y concebidos como capaces de generar por sí mismas todos los fenómenos observados, cuya explicación consiste entonces en asignar a cada uno la entidad correspondiente.

Finalmente, en el estadio positivo, el espíritu humano, al reconocer la imposibilidad de obtener nociones absolutas, renuncia a buscar el origen y destino del universo y a conocer las causas íntimas de los fenómenos, para dedicarse únicamente a descubrir sus leyes efectivas, es decir, sus relaciones invariables de sucesión y similitud, gracias al uso bien combinado del razonamiento y de la observación. La explicación de los hechos, reducida a sus términos reales, no es desde entonces más que la relación establecida entre los distintos fenómenos particulares y algunos hechos generales, cuyo número disminuye cada vez más gracias a los progresos de la ciencia».

Comte, Auguste. Cours de philosophie positive, 1830-1842. [Edición: Comte, Auguste. Curso de filosofía positiva. Primera lección, t. I, 1864, pp. 8-10. [En Guy Bourdé-Hervé Martin. Las escuelas históricas. Madrid: Akal, 1992, pp. 79-80].

 

Leopold von Ranke (1795-1886)

«A comienzos de 1837 obtuve la autorización necesaria para consultar los archivos secretos del reino de Prusia, en Berlín, y en abril del mismo año fui autorizado a investigar en los del reino de Sajonia, establecidos en Dresde, muy interesantes por todo lo que se refiere a los asuntos del imperio en tiempos de Maximiliano I y Carlos V. La primera de estas dos colecciones encerraba extraordinario valor para mí, por los documentos de los grandes electores, al igual que la segunda en cuanto a los de los príncipes, hasta el final de la época investigada. Y aunque encontré en ambas, naturalmente, muchas actas conocidas ya de Frankfort, descubrí también en ellas gran número de piezas nuevas que vinieron a esclarecer muchos lados oscuros de mi investigación. Es cierto que las dos colecciones son incompletas y dejan sin resolver muchos de los problemas que la época plantea; pero son, a pesar de todo, abundantísimas en materiales y arrojan nueva luz sobre la vida y la acción de príncipes tan influyentes en su tiempo como Joaquín II de Brandeburgo y sobre todo Mauricio de Sajonia. No hay por qué tener lástima a quien se entregue a estos estudios aparentemente secos, sacrificando a ellos los goces de horas luminosas y alegres.

Es cierto que se trata de papeles muertos, pero palpitan en sus líneas los vestigios de una vida cuya visión va revelándose poco a poco al espíritu a través de ellos. Para mí, personalmente –ya que en un prólogo tiene uno el deber, con gusto rehuido en otros casos, de hablar de sí mismo–, estos documentos ofrecían, por otra parte un interés particular.

Al escribir la primera parte de mi Historia de los Papas, procuré decir tan sólo lo estrictamente necesario acerca de los orígenes y el desarrollo del movimiento de la Reforma, pues abrigaba la esperanza de poder consagrar algún día extensas y profundas investigaciones a este tema, sin duda el más importante de nuestra historia patria.

La tan deseada ocasión había llegado, y la espera me fue retribuida con creces. La mayoría de los datos por mí encontrados referíase, directa o indirectamente, a la época de la Reforma.

Ranke, Leopold von. «Historia de Alemania en la época de la Reforma» [Deutsche Geschichte im Zeitalter der Reformation, 1845-1847], en Pueblos y estados en la historia moderna, tr. Wenceslao Roces, México, FCE, 1979, pp. 133-135.

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«Yo, por lo menos, no acierto a creer que nadie que piense cuerdamente se atreva a sostener que el conocimiento del pasado no sirva para ser aplicado con provecho al presente y al porvenir, es decir, que no exista ninguna estrecha relación, ninguna afinidad entre la historia y la política.

[… La historia] no consiste tanto en reunir y acoplar hechos como en comprenderlos y explicarlos. La historia no es, como algunos piensan, obra de la memoria exclusivamente, sino que requiere ante todo agudeza y claridad de la inteligencia. No lo pondrá en duda quien sepa de la enorme dificultad que existe en distinguir lo verdadero de lo falso y escoger entre muchas referencias la que considera ser la mejor, o quien conozca aunque sólo sea de oídas aquella parte de la crítica que tiene su asiento en los aledaños de la historiografía.

Y sin embargo, debemos reconocer que no es ésta más que una parte de la misión del historiador. Otra, más grandiosa e incomparablemente más difícil consiste en observar las causas de los sucesos y sus premisas, así como sus resultados y sus efectos, en discernir claramente los planes de los hombres, los extravíos con que los unos fracasan y la habilidad y sabiduría con que los otros triunfan y se imponen, en conocer por qué unos se hunden y otros vencen, por qué unos estados se fortalecen y otros se acaban; en una palabra, en comprender a fondo y con la misma minuciosidad las causas ocultas de los acontecimientos y sus manifestaciones exteriores».

Ranke, Leopold von. «Sobre las afinidades y las diferencias existentes entre la historia y la política», en Pueblos y estados en la historia moderna, tr. Wenceslao Roces, México, FCE, 1979, p. 510.

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«Hay, en efecto, dos caminos para llegar a conocer las cosas humanas: uno es el del conocimiento de lo concreto, otro el de la abstracción; uno es el camino de la filosofía, otro el de la historia. No caben otros, y la misma revelación engloba los dos caminos señalados: el de lo abstracto y el de la historia. Es pues, necesario, mantener separadas estas dos fuentes de conocimiento».

Ranke, Leopold von, «Sobre las afinidades y las diferencias existentes entre la historia y la política», en Pueblos y estados en la historia moderna, tr. Wenceslao Roces, México, FCE, 1979, p. 518.

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«La historia se parafrasea continuamente… Cada época y su tendencia principal se la apropian y trasladan a ella sus propias ideas. Después de esto se hace el reparto de las alabanzas o de los vituperios. Todo se arrastra entonces tan lejos, que uno ya no conoce en absoluto la realidad misma. Lo único útil en ese momento es volver a la información original. Pero sin el impulso del presente ¿acaso se estudiaría? ¿Es posible una historia completamente verdadera?».

Ranke, Leopold von. En Jorge Lozano. El discurso histórico, Madrid, Alianza, 1987, p. 198.

 

Karl Marx (1818-1883)

«El resultado general que obtuve y que, una vez obtenido, sirvió de hilo conductor de mis estudios, puede formularse brevemente de la siguiente manera. En la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de esas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia. En un estudio determinado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o –lo cual sólo constituye la expresión jurídica del mismo– con las relaciones de producción dentro de las cuales se habían estado moviendo hasta ese momento. Esas relaciones se transforman de formas de desarrollo de las fuerzas productivas en ataduras de las mismas. Se inicia entonces una época de revolución social».

Marx, Karl. Zur Kritik der politischen Ökonomie, 1859. [Edición: Marx, Karl. Contribución a la crítica de la economía política. Madrid: Siglo veintiuno, pp. 4-5 (Prólogo)].

 

Jules Michelet (1798-1874)

«Al ir penetrando más y más en el tema, se le ama y entonces se le contempla con creciente interés. El corazón emocionado posee un segundo sentido, ve mil cosas que son invisibles para el pueblo indiferente. Historiador e historia se unen en esta contemplación. ¿Ello es bueno? ¿Es malo? Ocurre en este punto algo que nunca se ha descrito y que vamos a revelar:

La historia, con el correr del tiempo, hace al historiador en mayor medida que el historiador hace la historia. Soy hijo de mi libro. Soy su obra. Este hijo ha hecho a su padre. Si bien, en principio, el libro ha salido de mí, de mi tempestuosa juventud, él ha acrecentado en mí la fuerza y la clarividencia, la vehemencia fecunda, el poder real de resucitar el pasado. Si nos parecemos, estupendo. Los rasgos que tiene de mí son en gran medida aquellos que le debo, los que he conseguido gracias a él».

Michelet, Jules. [Nuevo] Préface [1869] a la Histoire de France. [En Guy Bourdé-Hervé Martin. Las escuelas históricas. Madrid: Akal, 1992, p. 125].

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«He hablado del oficio que ocupa Camoens en la orilla mortífera de la India: administrador del bien de los fallecidos.

Sí, cada muerto deja un pequeño bien, su memoria, y quiere que sea cuidada. Para aquel que no tiene amigos, la magistratura debe suplirlos. Porque la ley y la justicia son más seguras que nuestra ternura olvidadiza; muy pronto se secan nuestras lágrimas.

La historia es esta magistratura. Y los muertos son, utilizando las palabras del derecho romano, miserabiles personae, de los que debe preocuparse el magistrado.

En mi carrera, nunca he perdido de vista este deber de historiador. He dado a muchos muertos demasiado olvidados asistencia, asistencia que yo mismo necesitaré.

Les he exhumado y dado una segunda vida. A muchos de ellos les he hecho nacer yo, ya que carecieron de vida en su momento. Otros nacieron un poco antes de que nuevas y sobrecogedoras circunstancias los destruyeran, aniquilando su memoria (ejemplo, los héroes protestantes muertos antes del brillante y desmemoriado siglo XVIII, antes de Voltaire y Montesquieu).

La historia acoge y renueva las glorias desheredadas; da vida a los muertos, los resucita».

Michelet, Jules. Histoire du XIXe siècle [1872-1876]. Tomo II, «El directorio», prefacio, p. 11. [En Guy Bourdé-Hervé Martin. Las escuelas históricas. Madrid: Akal, 1992, pp. 117-118].

9. Siglo XX

Benedetto Croce (1866-1952)

«La vida es un presente; y aquella historia, hecha narración vacía, es un pasado: pasado irrevocable, si no en forma absoluta, καθ’αυτο (por sí mismo), por cierto en el momento presente.

Quedan las palabras vacías y las palabras vacías son sonidos, o signos gráficos que los representan, y se hallan juntas y se mantienen así, no por un acto de pensamiento que las piense (en cuyo caso se llenarían de inmediato), sino por un acto de la voluntad, que estima oportuno para ciertos fines suyos conservar esas palabras, por vacías o casi vacías que sean. La mera narración no es entonces otra cosa que un complejo de palabras vacías o fórmulas, afirmado por un acto de voluntad.

Hemos llegado ahora, con esta definición, ni más ni menos que a establecer la verdadera distinción, buscada en vano hasta este momento, entre la historia y la crónica. Y se la buscó en vano porque se ha querido frecuentemente remitirla a una diferencia de cualidad de los hechos que cada una de ellas consideraba como su objeto. […]

La verdad es que crónica e historia no pueden distinguirse como dos formas de historia que se complementan recíprocamente o de las cuales una se halle subordinada a la otra, sino como dos actitudes espirituales diversas. La historia es la historia viva, la crónica es la crónica muerta; la historia es la historia contemporánea, y la crónica, la historia pasada; la historia es principalmente un acto de pensamiento, la crónica un acto de voluntad. Toda historia se vuelve crónica cuando ya no es pensada, sino solamente recordada en las palabras abstractas, que en un tiempo eran concretas y la expresaban. Y hasta es crónica la historia de la filosofía escrita por quienes no conocen filosofía o leída por ellos. […]

Pero el descubrimiento de la verdadera distinción a trazar entre crónica e historia, que es de carácter formal (o sea verdaderamente real), no sólo nos libera del fatigoso y estéril afán de perseguir distinciones materiales (o sea irreales), sino que además nos pone en condiciones de rechazar un preconcepto muy común, el de la anterioridad de la crónica respecto de la historia. Primo annales fuere, post Historiae factus sunt [Primero se escribieron crónicas, luego se hicieron historias], según el dicho de un escritor antiguo (el gramático Mario Victorino), repetido, generalizado y universalizado. Pero de la indagación acerca del carácter, y por ello acerca de la génesis, de las dos operaciones o de las dos actitudes, se sigue en cambio lo contrario: primero fue la Historia, luego la Crónica. Primero lo viviente, luego el cadáver; y hacer nacer la historia de la crónica sería como hacer nacer el ser vivo del cadáver, que es en cambio el residuo de la vida, como la crónica es el residuo de la historia»,

B. Croce. Teoria e storia della storiografia [1917]. [Edición: Teoría e historia de la historiografía. Buenos Aires: Escuela, 1955, pp. 16-18. En E. Mitre. Historia y pensamiento histórico. Madrid: Cátedra, 1997, pp. 254-256].

 

Johan Huizinga (1872-1945)

«Y así, conjugando todas las notas que hemos ido destacando, llegaríamos a la siguiente concisa definición:

Historia es la forma espiritual en que una cultura se rinde cuentas de su pasado. […]

La Historia se califica aquí de ‘forma espiritual’. Esta expresión es más amplia que la de ‘ciencia’, concepto incluido en ella, y a la par más precisa, puesto que formula la esencia del fenómeno mismo. Al definir la Historia como forma espiritual, nos sobreponemos a la separación violenta y perturbadora entre la actividad consistente en investigar la Historia y la consistente en escribirla, y soslayamos al mismo tiempo el problema no esencial de hasta qué punto guarda la Historia afinidad alguna con el arte.

El sujeto en que esta forma cobra conciencia de sí misma es, según nuestra definición, ‘una cultura’. Toda cultura crea de nuevo esta forma con arreglo al estilo peculiar de ella. Con las palabras ‘una cultura’ se enuncia todo lo que hay de inevitablemente subjetivo en toda Historia. Y en la medida en que todo grupo manteniendo en cohesión dentro de la misma cultura por una determinada concepción del mundo representa un círculo cultural de por sí, se reconoce al mismo tiempo -pues ello va implícito en las palabras ‘una cultura’- que la Historia católica presentará necesariamente un aspecto distinto que una Historia socialista, etc. Cada cultura y cada círculo cultural tiene por fuerza que reputar su Historia como la verdadera y tiene derecho a hacerlo así, siempre y cuando la construya con arreglo a los postulados críticos que su conciencia cultural le impone. Nuestra actual cultura científica tiene el dudoso privilegio de hallarse por vez primera en condiciones de abarcar con la mirada, conscientemente, la posible pluralidad de las formas de la Historia. Y si se conoce lo bastante bien para ello, podrá confesar sin empacho el valor relativo de sus propias creaciones espirituales.

La clase de actividad espiritual que produce la Historia se describe como un ‘rendirse cuentas’. También esta expresión tiende un puente sobre la cima que separa a los que investigan la Historia de los que la escriben. Y supera al mismo tiempo, como queda dicho, la supuesta antítesis entre la historiografía narrativa, pragmática y genética. Esta expresión abarca todas las formas de la Historia escrita: la del cronista, la del autor de memorias, la del filósofo de la historia, la del sabio investigador. Abarca la más modesta monografía arqueológica en el mismo sentido que la más grandiosa concepción de la historia universal. Da a entender que el elemento pragmático existe siempre. Se trata siempre de entender el mundo, de obtener enseñanzas acerca de algo que rebasa el conocimiento de los mismos hechos. Y las palabras ‘rendirse cuentas’ expresan al mismo tiempo aquella seriedad inexorable de que hablábamos y que sirve de base a toda actividad histórica. Ne quid falsi audeat.

Nuestra definición circunscribe la materia de la Historia al pasado de la cultura que es exponente de ella. Da a entender así que todo conocimiento de la verdad histórica se halla delimitado por una capacidad de asimilación que surge, a su vez, de la consideración de la historia. La historia misma y la conciencia histórica se convierten en parte integrante de la cultura; sujeto y objeto se reconocen aquí en su mutua condicionalidad».

Huizinga, Johan. «En torno a la definición del concepto de historia». Cultuurhistorische Verkenningen. Haarlem: Tjeenk Willink, 1929. [Edición: Huizinga, Johan. El concepto de historia y otros ensayos. México: FCE, 1980, pp. 95-97. Traducción de Wenceslao Roces].

 

Marc Bloch (1886-1944)

«El oficio de historiador -me refiero al historiador que busca, descubre, reconstruye- es un oficio hermoso […] pero es un oficio difícil (y cuya preparación está, en mi opinión, muy mal organizada) […] hacerlo correctamente exige mucho trabajo, muchos conocimientos diversos y una verdadera fuerza intelectual; curiosidad, imaginación; orden en el espíritu; finalmente, la capacidad de expresar con claridad y exactitud los pensamientos y los sentimientos de los hombres».

Blosch, Marc. L’Étrange Défaite, 1940. [En Mastrogregori, Massimo. El manuscrito interrumpido de Marc Bloch: Apología para la historia o el oficio de historiador. México: FCE, 1999, p. 44].

*****

«Porque la historia es en esencia, ciencia del cambio. Ella sabe y enseña que dos acontecimientos no se reproducen nunca exactamente del mismo modo, porque las condiciones nunca coinciden con exactitud. Sin duda ella reconoce, en la evolución humana, elementos que si bien no son permanentes, por lo menos sí son durables. Pero eso para confesar, al mismo tiempo, la variedad infinita de sus combinaciones. Sin duda ella admite, de una civilización a otra, ciertas repeticiones, si no punto por punto, por lo menos ne líneas generales de desarrollo. No hace sino constatar, entonces, que en ambos casos las condiciones dominantes fueron semejantes. Ella puede intentar penetrar en el porvenir; y no es, creo, incapaz de lograrlo. Pero sus lecciones no dicen en absoluto que el pasado vuelva a empezar, que lo que fue ayer será mañana. Examinando cómo y por qué el ayer fue diferente a otro ayer, ella encuentra, en esta comparación, el modo de prever en qué sentido el mañana, a su vez, se opondrá al ayer. Sobre las hojas de investigación del historiador, las líneas cuyo trazo dictan los hechos transcurridos, jamás son líneas rectas; la historia no ve más que curvas, y son curvas, además, que por extrapolación ella se esfuerza por prolongar hacia lo incierto de los tiempos. Poco importa que la propia naturaleza de su objeto le impida modificar a su gusto los elementos de lo real, como en el caso de las ciencias experimentales. Para descubrir las relaciones que vinculan a las variaciones espontáneas de los factores aquéllas de los fenómenos, bastan, como instrumentos, la observación y el análisis. Así, ella obtiene las razones de las cosas y de sus mutaciones».

Blosch, Marc. L’Étrange Défaite, 1940. [En Mastrogregori, Massimo. El manuscrito interrumpido de Marc Bloch: Apología para la historia o el oficio de historiador. México: FCE, 1999, pp. 49-50].

 

José Ortega y Gasset (1883-1955)

«El hombre es histórico:

1º. En el sentido de que no tienen una constitución efectiva que sea inmutable, sino que, al revés, se presenta en las formas más variadas y diversas. Historia, pues, significa, por lo pronto, el simple hecho de las variaciones del ser humano.

2º. En el sentido de que, en cada momento, lo que el hombre es incluye un pasado. Esto es cierto, aunque sólo lo refiramos a la existencia individual. En lo que cada cual es ahora interviene el recuerdo de lo que le ha pasado y de lo que ha sido en la porción antecedente de su vida. Por tanto, historia significa aquí persistencia en el pasado o tener un pasado, venir de él.

3º. Ese pasado de nuestro recuerdo influye en nuestra actualidad, en cuanto nos da un resumen de nuestra vida anterior, es decir, que recordar es ya, en germen, interpretación de nuestra vida, de lo que hemos sido, e influye en nuestro ‘ahora’ precisamente porque es interpretación. La historia no hace sino ampliar y depurar esa explicación o saber de nuestra vida que el recuerdo inicia. Historia, pues, es, en este nuevo sentido, reconstrucción -más o menos adecuada- que la vida humana hace de sí misma.

4º Esos tres sentidos, que se engendran, el uno del otro, se elevan a un sentido último, según el cual historia es el intento de llevar a la perfección posible esa interpretación de la vida humana, considerándola desde el punto de vista de la humanidad toda en cuanto ésta forma una unidad y conjunto reales y efectivos, no un ideal abstracto. En suma, historia en el sentido formal de historia universal».

Ortega y Gasset, José. Kant, Hegel, Dilthey [1941-1946]. Madrid: Revista de Occidente, 1965, pp. 178-179. [En Mitre, Emilio. Historia y pensamiento históricos. Madrid: Cátedra, 1997, pp. 260-261].

 

R. G. Collingwood (1889-1943)

«El conocimiento histórico es el conocimiento de lo que la mente ha hecho en el pasado, y al mismo tiempo es rehacer lo que ha hecho, la perpetuación de las acciones pasadas en el presente. Su objeto es por consiguiente no un mero objeto, algo fuera de la mente que lo conoce; es una actividad del pensamiento, que puede ser conocido sólo en la medida en que la mente que conoce lo re-crea y lo sabe la hacerlo. Para el historiador, las actividades que forman la historia que está estudiando no son espectáculos que se puedan contemplar, sino experiencias que se viven por su propia mente; son objetivas, o conocidas para él, sólo porque son también subjetivas, o actividades propias de sí mismo».

Collingwood, R. G. The Idea of History, 1946. [En P. Badillo O’Farrell. R. G. Collingwood: Historia, metafísica y política: ensayos e interpretaciones, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2005, p. 128].

 

Lucien Febvre (1878-1956)

«La historia es ciencia del hombre; y también de los hechos, sí. Pero de los hechos humanos. La tarea del historiador: volver a encontrar a los hombres que han vivido los hechos y a los que, más tarde, se alojaron en ellos para interpretarlos en cada caso.

Y también los textos. Pero se trata de textos humanos. Las mismas palabras que los forman están repletas de sustancia humana. Todos tienen su historia, suenan de forma diferente según los tiempos e incluso si designan objetos materiales; sólo excepcionalmente significan realidad idénticas; cualidades iguales o equivalentes».

Febvre, Lucien. Combats pour l’histoire, 1953. [Edición: Febvre, Lucien. Combates por la historia. Barcelona: Ariel, 1971, p. 29.

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«No hay historia económica y social. Hay la historia sin más, en su unidad. La historia que es, por definición, absolutamente social. En mi opinión, la historia es el estudio científicamente elaborado de las diversas actividades y de las diversas creaciones de los hombres de otros tiempos, captadas en su fecha, en el marco de sociedades extremadamente variadas y, sin embargo, comparables unas a otras (el postulado es de la sociología); actividades y creaciones con las que cubrieron la superficie de la tierra y la sucesión de las edades. […] Una historia que no se interesa por cualquier tipo de hombre abstracto, eterno, inmutable en su fondo y perpetuamente idéntico a sí mismo, sino por hombres comprendidos en el marco de las sociedades de que son miembros».

Febvre, Lucien. Combats pour l’histoire, 1953. [Edición: Febvre, Lucien. Combates por la historia. Barcelona: Ariel, 1971, p. 40-41.

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«Plantear un problema es, precisamente, el comienzo y el final de toda historia. Sin problemas no hay historia. […] Es cierto que hay problemas técnicos. Y problemas económicos. Pero el problema que cuenta para el futuro de la humanidad es el problema humano».

Febvre, Lucien. Combats pour l’histoire, 1953. [Edición: Febvre, Lucien. Combates por la historia. Barcelona: Ariel, 1971, pp. 42 y 61].

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«Hacer historia sí. En la medida, precisamente, en que la historia es capaz, la única capaz, de permitirnos vivir con reflejos distintos de los del miedo, en un mundo en situación de inestabilidad definitiva». […]

«No, el historiador no es un juez. Ni siquiera un juez de instrucción. La historia no es juzgar; es comprender -y hacer comprender. No nos cansamos de repetirlo. Es el precio que cuestan los progresos de nuestra ciencia». […]

«Yo defino gustosamente la historia como una necesidad de la humanidad -la necesidad que experimenta cada grupo humano, en cada momento de su evolución, de buscar y dar valor en el pasado a los hechos, los acontecimientos, las tendencias que preparan el tiempo presente, que permiten comprenderlo y que ayudan a vivirlo».

Febvre, Lucien. Combats pour l’histoire, 1953. [Edición: Febvre, Lucien. Combates por la historia. Barcelona: Ariel, 1971, pp. 69, 167 y 173].

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«Indudablemente la historia se hace con documentos escritos. Pero también puede hacerse, debe hacerse, sin documentos escritos si éstos no existen. Con todo lo que el ingenio del historiador pueda permitirle utilizar para fabricar su miel, a falta de las flores usuales. Por tanto, con palabras. Con signos. Con paisajes y con tejas. Con formas de campo y malas hierbas. Con eclipses de luna y cabestros. Con exámenes periciales de piedras realizados por geólogos y análisis de espadas de metal realizados por químicos. En una palabra: con todo lo que siendo del hombre depende del hombre, sirve al hombre, expresa al hombre, significa la presencia, la actividad, los gustos y las formas de ser del hombre. ¿No consiste toda una parte y, sin duda, la más apasionante de nuestro trabajo como historiadores en un constante esfuerzo para hacer hablar a las cosas mudas, para hacerlas decir lo que no dicen por sí mismas sobre los hombres, sobre las sociedades que las han producido, y en constituir finalmente entre ellas esa amplia red de solidaridades y mutuos apoyos que suple la ausencia del documento escrito?»

Febvre, Lucien. Combats pour l’histoire, 1953. [Edición: Febvre, Lucien. Combates por la historia. Barcelona: Ariel, 1971, pp. 232-233].

 

Henri-Irénée Marrou (1904-1977)

«¿Qué es, pues, la historia? Yo propondría esta respuesta: la historia es el conocimiento del pasado humano. La utilidad práctica de tal definición es la de resumir en una breve fórmula el aporte de las discusiones y glosas que habrá provocado. Comentémosla:

Diremos conocimiento y no, como algunos otros, «narración del pasado humano» ni tampoco «obra literaria que pretende referirlo»; sin duda, el trabajo del historiador ha de concluir normalmente tomando la forma de una obra escrita (y este problema lo examinaremos para terminar), pero ésta es una exigencia de carácter práctico (la misión social del historiador…): de hecho, la historia existe ya, perfectamente elaborada en el pensamiento del historiador, aun antes incluso de que la haya escrito; por muchas que puedan ser las interferencias entre ambos tipos de actividad, son lógicamente distintos.

Diremos conocimiento y no, como otros, «investigación» o «estudio» (aunque el sentido de «búsqueda», «encuesta», sea el primero de la palabra griega στορία), porque esto es confundir el fin con los medios; lo que importa es el resultado conseguido mediante la investigación: si no hubiese de alcanzarse con ella, no la emprenderíamos; la historia se define por la verdad que se muestra capaz de elaborar. Diciendo, pues, conocimiento, entendemos por tal el conocimiento válido, verdadero; la historia se opone, así, a lo que podría haber sido, a toda presentación falsa o falsificada, irreal, del pasado, a la utopía, a la historia imaginaria (del tipo de la que ha escrito W. Pater), a la novela histórica, al mito, a las tradiciones populares o a las leyendas pedagógicas —ese pasado en aleluyas que el orgullo de los grandes Estados modernos inculca, desde la escuela primaria, en las almas inocentes de sus futuros ciudadanos.

Sin duda, esta verdad del conocimiento histórico es en sí un ideal que, cuanto más avanzamos en nuestro análisis, menos fácil de alcanzar nos irá pareciendo: la historia debe ser siquiera el resultado del esfuerzo más riguroso y más sistemático por acercarse a él. Por eso quizá fuese útil precisar describiéndola como «conocimiento científicamente elaborado del pretérito», si la noción de ciencia no fuese ya ella misma ambigua: el platónico se admirará de que anexionemos a la «ciencia» este tipo de conocimiento tan poco racional, que manifiesta todo él el dominio de la δóξα; el aristotélico para quien no hay «ciencia» si no es la de lo general, quedará desorientado al ver que se describe la historia (y no sin alguna exageración lo verá) como los trazos de una «ciencia de lo concreto» (Dardel) o «de lo singular» (Rickert). Precisamente, pues (es inevitable hablar griego para entenderse aquí) si se llama ciencia a la historia no es en el sentido de επίοτημη sino más bien en el de τεχνη, es decir, por oposición al conocimiento vulgar de la experiencia cotidiana: es un conocimiento elaborado en función de un método sistemático y riguroso, el conocimiento que se ha revelado como representante del factor óptimo de verdad.

Conocimiento del pasado, aun cuando se trate de historia enteramente contemporánea (pensemos en el agente de la circulación que redacta —acto histórico elemental— el atestado del accidente que acaba de producirse hace unos segundos ante sus ojos); conocimiento del pasado humano: sin prejuzgar nada de lo que haya podido suceder, resistiéndonos en especial a las exigencias preliminares que desearía imponernos el filósofo de la historia, nuestro peor enemigo (como lógicos y filósofos de las ciencias que somos); él sabe, o pretende saber, lo que constituye la esencia del pasado; nosotros rehusamos aquí el saberlo y aceptamos en su complejidad todo cuanto ha pertenecido al pasado del hombre, todo lo que de ese pasado podemos nosotros llegar a aprender.

Así, decimos pasado humano, rechazando cualquier adición o especificación como sospechosa de segundas intenciones. ¿Por qué añadir, por ejemplo, pasado «de los hombres que viven en sociedad»? Esto es o inútil, puesto que sabemos desde Aristóteles que el hombre es el animal que vive en sociedad organizada (el historiador del eremitismo descubre con asombro que la huida al desierto no separa al hombre de la sociedad: ante Dios, el contemplativo asume a toda la humanidad), o tendencioso: yo no puedo admitir que se pretenda excluir de la historia los aspectos más personales de la recuperación del pasado… que son quizá su conquista más preciosa.

Igualmente, ¿por qué precisar diciendo «de los hechos humanos del pasado»? Inútil si por «hechos» quiere significarse simplemente la realidad, lo opuesto a lo fantástico e imaginario: inmensamente sospechoso si por ese camino se trata de insinuar la exclusión de las ideas, los valores y el espíritu; por lo demás, nada nos parece tan poco claro como la noción de «hecho» en materia de historia.

El único elemento de nuestra definición que acaso sigue siendo ambiguo es el de pasado humano. Entenderemos por tal el comportamiento susceptible de comprensión directa, de captación interior, acciones, pensamientos, sentimientos y también todas las obras del hombre, las creaciones materiales o espirituales de sus sociedades y de sus civilizaciones, efectos a través de los cuales podemos llegar hasta su realizador… En una palabra: el pasado del hombre en cuanto hombre, del hombre hecho ya tal, por oposición al pasado biológico, al del devenir de la especie humana, objeto éste no de la historia, sino de la paleontología humana, rama de la biología».

Marrou, Henri-Irénée. De la connaissance historique, 1954. [Edición: Marrou, Henri-Irénée. El conocimiento histórico. Barcelona: Labor, 1968, pp. 27-29].

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«Empezando por el gran Dilthey mismo: junto a mucho de verdadero, hay alguna exageración en su insistir sobre la biografía, la autobiografía, el conocimiento del yo en y por medio de, su pasado personal, que él pone como origen y casi dentro de toda historia: a partir de mi historia personal es como va creciendo mi curiosidad y ampliándose mi encuesta que, poco a poco, acaba por englobar la humanidad toda; doctrina ésta que Raymond Aron, con su sentido de la fórmula, ha acertado a resumir en un triple aforismo. «En un determinado momento, un individuo reflexiona sobre su aventura, una colectividad sobre su pasado, la humanidad sobre su evolución; así nacen la autobiografía, la historia particular, la historia universal». Bien observado, pero habremos de precisar cómo el pasado accesible de la humanidad puede en algún sentido ser asumido por cada hombre como suyo propio pues si no la historia de los hititas, pongamos por caso, apenas tendría sentido -léase valor existencial- más que para los turcos sus antecesores hoy día en Anatolia y, en muchos aspectos, sus descendientes».

Marrou, Henri-Irénée. De la connaissance historique, 1954. [Edición: Marrou, Henri-Irénée. El conocimiento histórico. Barcelona: Labor, 1968, pp. 167-168].

 

Paul Ricoeur (1913-2005)

«Por eso la historia está animada de una voluntad de encuentro, tanto como de una voluntad de explicación. El historiador va hacia los hombres del pasado con su propia experiencia humana. El momento en que la subjetividad del historiador toma un relieve impresionante es aquel en que, más allá de toda cronología crítica, la historia hace surgir los valores vitales de los hombres de antaño. Esta evocación de los valores, que es en definitiva la única evocación de los hombres a la que tenemos acceso al no poder revivir lo que ellos vivieron, no es posible más que cuando el historiador está vitalmente «interesado» por esos valores y tiene con ellos una afinidad profunda. No es que el historiador tenga que compartir la fe de sus héroes; en ese caso raras veces haría historia, sino más bien apologética o historiografía; pero ha de ser capaz de admitir por hipótesis su fe, lo cual es una manera de entrar en la problemática de esa fe aunque ‘dejándola en suspenso’, ‘neutralizándola’ como fe actualmente profesada.

Esta adopción suspendida, neutralizada, de la creencia de los hombres de antaño, constituye la simpatía propia del historiador; completa lo que antes llamábamos la imaginación de otro presente mediante una transferencia temporal; así pues, esta transferencia temporal es una incursión a otra subjetividad, adoptada como centro de perspectiva. Esta necesidad se debe a la situación radical del historiador; el historiador forma parte de la historia; no solamente en el sentido banal de que el pasado es el pasado de su presente, sino en el sentido de que los hombres del pasado forman parte de la misma humanidad. La historia es por tanto una de las maneras con que los hombres ‘repiten’ su pertenencia a la misma humanidad, es un sector de la comunicación de las conciencias, un sector escindido por la etapa metodológica de la huella y del documento; por tanto, un sector distinto del diálogo en el que el otro responde, pero no un sector enteramente escindido de la intersubjetividad total, que siempre sigue estando abierta y en discusión».

Ricoeur, Paul. Histoire et vérité, 1955. [Edición: Ricoeur, Paul. Historia y Verdad. Madrid: Ediciones Encuentro, 1990, pp. 30-31. Traducción de Alfonso Ortiz García].

 

Fernand Braudel (1902-1985)

Todo trabajo histórico descompone el tiempo pasado y escoge entre sus realidades cronológicas según preferencias y exclusivas más o menos conscientes. La historia tradicional, atenta al tiempo breve, nos ha habituado a su relato precipitado, dramático, de corto aliento.

La nueva historia económica y social coloca en primer plano de su investigación la oscilación cíclica y especula sobre su duración: se ha dejado embaucar por el espejismo -y también por la realidad- de las alzas y caídas cíclicas de precios. De esta forma, existe hoy, junto al relato (o al «recitativo») tradicional, un recitativo de la coyuntura que para estudiar el pasado lo divide en amplias secciones: decenas, veintenas o cincuentenas de años.

Muy por encima de este segundo recitativo se sitúa una historia de aliento mucho más sostenido todavía, y en todo caso de amplitud secular: se trata de la historia de larga, incluso de muy larga duración. La fórmula, buena o mala, me es hoy familiar para designar lo contrario de aquello que Frangois Simiand, uno de los primeros después de Paul Lacombe, bautizó con el nombre de historia de los acontecimientos o episódica (événementielle). Poco importan las fórmulas; pero nuestra discusión se dirigirá de una a otra, de un polo a otro del tiempo, de lo instantáneo a la larga duración.

No quiere esto decir que ambos términos sean de una seguridad absoluta. Así, por ejemplo, el término acontecimiento. Por lo que a mí se refiere, me gustaría encerrarlo, aprisionarlo en la corta duración: el acontecimiento es explosivo, tonante. Echa tanto humo que llena la conciencia de los contemporáneos; pero apenas dura, apenas se advierte su llama…

El pasado está, pues, constituido, en una primera aprehensión, por esta masa de hechos menudos, los unos resplandecientes, los otros oscuros e indefinidamente repetidos; precisamente aquellos hechos con los que la microsociología o la sociometría forman en la actualidad su botín cotidiano (también existe una microhistoria). Pero esta masa no constituye toda la realidad, todo el espesor de la historia, sobre el que la reflexión científica puede trabajar a sus anchas. La ciencia social casi tiene horror del acontecimiento. No sin razón; el tiempo corto es la más caprichosa, la más engañosa de las duraciones.

Éste es el motivo de que exista entre nosotros, los historiadores, una fuerte desconfianza hacia una historia tradicional, llamada historia de los acontecimientos…

La reciente ruptura con las formas tradicionales del siglo XIX no ha supuesto una ruptura total con el tiempo corto. Ha obrado, como es sabido, en provecho de la historia económica y social y en detrimento de la historia política. En consecuencia, se han producido una conmoción y una renovación innegables; han tenido lugar, inevitablemente, transformaciones metodológicas, desplazamientos de centros de interés con la entrada en escena de una historia cuantitativa que, con toda seguridad, no ha dicho aún su última palabra.

Pero, sobre todo, se ha producido una alteración del tiempo histórico tradicional. Un día, un año, podían parecerle a un historiador político de ayer medidas correctas. El tiempo no era sino una suma de días. Pero una curva de precios, una progresión demográfica, el movimiento de salarios, las variaciones de la tasa de interés, el estudio (más soñado que realizado) de la producción o un análisis riguroso de la circulación exigen medidas mucho más amplias.

Aparece un nuevo modo de relato histórico -cabe decir el «recitativo» de la coyuntura, del ciclo y hasta del «interciclo», que ofrece a nuestra elección una decena de años, un cuarto de siglo y, en última instancia, el medio siglo del ciclo clásico de Kondratieff…

Más allá de los ciclos y de los interciclos está lo que los economistas llaman, aunque no siempre lo estudien, la tendencia secular. Pero el tema sólo interesa a unos cuantos economistas; y sus consideraciones sobre las crisis estructurales, que no han soportado todavía la prueba de las verificaciones históricas, se presentan como unos esbozos o unas hipótesis apenas sumidos en el pasado reciente: hasta 1929 y como mucho hasta la década de 1870. Representan, sin embargo, una útil introducción a la historia de larga duración. Constituyen una primera llave.

La segunda, mucho más útil, es la palabra estructura. Buena o mala, es ella la que domina los problemas de larga duración. Los observadores de lo social entienden por estructura una organización, una coherencia, unas relaciones suficientemente fijas entre realidades y masas sociales. Para nosotros los historiadores, una estructura es indudablemente un ensamblaje, una arquitectura pero, más aún, una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en transportar. Ciertas estructuras están dotadas de tan larga vida que se convierten en elementos estables de una infinidad de generaciones: obstruyen la historia, la entorpecen y, por tanto, determinan su transcurrir. Otras, por el contrario, se desintegran más rápidamente. Pero todas ellas constituyen, al mismo tiempo, sostenes y obstáculos. En tanto que obstáculos, se presentan como límites (envolventes, en el sentido matemático) de los que el hombre y sus experiencias no pueden emanciparse. Piénsese en la dificultad de romper ciertos marcos geográficos, ciertas realidades biológicas, ciertos límites de productividad, y hasta determinadas coacciones espirituales: también los encuadramientos mentales representan prisiones de larga duración…

Braudel, Fernand. «Histoire et Science Sociale: La Longue Durée», Annales E.S.C., 1958. [Edición: Braudel, Fernand. La historia y las ciencias sociales. Madrid: Alianza, 1968, pp. 64-71. Traducción de Josefina Gómez Mendoza. En Mitre, Emilio. Historia y pensamiento históricos. Madrid: Cátedra, 1997, pp. 285-287].

 

Lawrence Stone (1904-1977)

«La historia narrativa difiere de la historia estructural fundamentalmente de dos maneras: su ordenación es descriptiva antes que analítica, y concede prioridad al hombre por sobre sus circunstancias. Por lo tanto, se ocupa de lo particular y lo específico más bien que de lo colectivo y lo estadístico. La narrativa es un modo de escritura histórica, pero es un modo que afecta también y es afectado por el contenido y el método». […]

«Si mi diagnóstico es correcto, el desplazamiento hacia la narrativa por parte de los ‘nuevos historiadores’ señala el fin de una era: el término del intento por producir una explicación coherente y científica sobre las transformaciones del pasado. Los modelos del determinismo histórico, los cuales se basan en la economía, la demografía o la sociología, se han derrumbado frente a las pruebas, empero ningún modelo completamente determinista sustentado en alguna otra ciencia social -la política, la psicología o la antropología- ha surgido para ocupar su lugar. El estructuralismo y el funcionalismo no han resultado ser mucho mejores en absoluto. La metodología cuantitativa se ha mostrado semejante a una caña bastante frágil que sólo puede responder a un conjunto limitado de problemas. Obligados a decidir entre modelos estadísticos a priori sobre el comportamiento humano, y una comprensión basada en la observación, la experiencia, el juicio y la intuición, algunos de los ‘nuevos historiadores’ manifiestan actualmente la tendencia a dejarse llevar hacia el segundo modo de interpretar el pasado». […]

«Existen indicios de un cambio en el problema histórico central, con un énfasis sobre el hombre en medio de ciertas circunstancias más bien que sobre las circunstancias que lo rodean; en los problemas estudiados, sustituyéndose lo económico y lo demográfico por lo cultural y lo emocional; en las fuentes primarias de influencia, recurriéndose a la antropología y a la psicología en lugar de a la sociología, la economía y la demografía; en la temática, insistiéndose sobre el individuo más que sobre el grupo; en la organización, abocándose a lo descriptivo antes que a lo analítico; y en la conceptualización de la función del historiador, destacándose lo literario sobre lo científico. Estos cambios multifacéticos en cuanto a su contenido, lo objetivo de su método y el estilo de su discurso histórico, los cuales están dándose todos a la vez, presentan claras afinidades electivas entre sí: todos se ajustan perfectamente. No existe ningún término adecuado que los abarque, y por ello la palabra ‘narrativa’ nos servirá por el momento como una especie de símbolo taquigráfico para todo lo que está sucediendo».

Stone, Lawrence. «The Revival of Narrative: Reflections on a New Old History». Past and Present, nº 85, nov. 1979. [Edición: Stone, Lawrence. El pasado y el presente. México: FCE, 1986, pp. 95-96, 115 y 120].