La novela histórica

La Novela Histórica

Fue el día 7 de julio de 1814 en Edimburgo, ninguna otra modalidad literaria puede fecharse con tanta precisión como el nacimiento de la novela histórica. Cuando un abogado escocés, Walter Scott, ya muy conocido como poeta y folklorista, publicó Waverley, un relato novelesco que apareció sin nombre de autor con una modesta tirada de mil ejemplares. Pese a publicarse en verano, es decir, fuera de temporada, y anónimamente, para sorpresa de todos la primera edición se agotó en cinco semanas, a fines de agosto se reeditaba (dos mil ejemplares más), en octubre hubo una tercera edición, en noviembre la cuarta, y no tardó en convertirse en un inesperado best-seller de alcance universal.

Waverley o hace sesenta años ya indica en su título la voluntad de novelar un período del pasado, el siglo XVIII, que en Escocia fue un tiempo de turbulencias y desastres; y aunque el hecho de ambientar novelas en épocas pasadas había sido un recurso frecuente, se hacía como una simple convención narrativa que daba el prestigio de la antigüedad y parecía autorizar las mayores licencias. Así, cuando el Amadís de Gaula se inicia nada menos que “no muchos años después de la pasión de nuestro Redentor y Salvador Jesucristo”, esta referencia cronológica, vaga y lejanísima, no tiene nada que ver con el contenido de la novela.

En cambio, a partir de Waverley la evocación se basa en unos factores históricos muy concretos, con un notable conocimiento de la época y del país en que transcurre la acción, respetando y exaltando sus peculiaridades; y además con un propósito clarísimo, hablar del presente por medio del pasado, algo que hasta nuestros días será consustancial a este subgénero: si se vuelve la mirada al ayer es para iluminar el hoy, para comprenderlo mejor y sacar consecuencias prácticas. Y además, Walter Scott se reveló como un escritor  muy humano, ingenioso, hábil en las intrigas, lleno de vivacidad y colorido, un soberbio novelista como inicialmente él mismo ignoraba que podía ser.

Los primeros capítulos del libro databan de nueve años atrás, pero sólo en 1813 sacó el manuscrito de sus cajones para terminar su novela en pocos meses. No deja de ser significativo que fuera entonces, cuando, con la caída de Napoleón, está naciendo una nueva Europa, y el conocimiento e interpretación del pasado parece esencial para forjar el futuro. La Revolución y el Imperio habían puesto el mundo patas arriba, y ahora se trataba de rehacerlo aprendiendo de lo que había sucedido. Diríase que el siglo XIX estaba esperándole, precisamente a Scott, no a otro, a un escocés de aquellos años, nacido en el sur, en la zona fronteriza con Inglaterra, un hombre de ciudad, con carrera universitaria, enamorado de las tradiciones de Escocia, pero también muy atento a las novedades extranjeras, como lo demuestran sus traducciones juveniles de Goethe y Bürger, que eran el último grito de la literatura.

Alguien que estaba en medio, heredero de una tradición evolutiva muy inglesa, que se anticipó a hacer una revolución en el siglo XVII, y que había capeado con serenidad la tormenta que acababa de asolar Europa, proporcionándole un puesto de observación más desapasionado. Un hombre que siente  nostalgia de la vieja Escocia de los clanes, pero que comprende la necesidad de un progreso que la hará desaparecer. Y de eso tratan sus novelas, de la concordia de lo que es aparentemente contrario, y que ha causado una infinidad de guerras sangrientas, destrucción, abusos, agravios y muerte. Este hombre culto, conciliador, modesto y bondadoso, anticuado en muchas cosas ya en su misma época, se convirtió en pocos años en uno de los innovadores más extraordinarios e influyentes de toda la historia de la literatura.

Waverley, como más tarde Rob Roy (1818), se ambienta en las sublevaciones en favor de la peculiaridad nacional escocesa, que enarbola la bandera de la causa de los jacobitas, partidarios de la monarquía de los Estuardos. El choque de la cultura autóctona, arcaizante y en decadencia, y la extranjera impuesta a viva fuerza, más civilizada, es un conflicto entre dos formas de vida: una anclada en sus tradiciones, bárbara y heroica, pretendiendo ser inmóvil, y otra más evolucionada, con una mentalidad nueva que iba imponiéndose de manera irresistible. Scott comprende a unos y a otros, y su conclusión es que se necesitan mutuamente y están destinados a fundirse de un modo que aspira a ser armónico.

Lo mismo se ejemplariza también en Ivanhoe (1819), aunque aquí el escenario elegido sea medieval: la pugna entre dos pueblos y dos culturas que conviven, los sajones, primitivos habitantes del país, ahora oprimidos y menospreciados, y los normandos, unos invasores extranjeros (hasta el punto de que su lengua es el francés), dueños de la situación, más fuertes, más cultos, mejor organizados. Con una perspectiva de siglos sabemos que esta oposición no es definitiva, ya que acabarán por fundirse dando origen a la Inglaterra moderna, como sus lenguas se mezclarán también para formar el inglés actual (la cuestión idiomática es el testimonio más evidente de esta amalgama, y no es casual que Ivanhoe empiece tratando este asunto).

Y con un comprensivo relativismo histórico, Scott no deja también de subrayar que las posiciones pueden invertirse; así, en El pirata (1821) se nos cuenta cómo en las islas del norte de Escocia, las Shetland, los escoceses son los extranjeros intrusos que aportan el progreso destruyendo la apacible vida patriarcal de los indígenas de origen noruego. La Historia, con sus lecciones vestidas de pintoresquismo y de color local – de ambas cosas fue el gran descubridor – se encarna de este modo en unas novelas que hicieron época y que iniciaron una moda tan perdurable que a comienzos del siglo XXI todavía hace furor.

En 1815 – el año de Waterloo – de Guy Mannering se vendieron tres mil ejemplares en veinticuatro horas, y cinco mil más en los tres meses siguientes, de El anticuario (1816) seis mil ejemplares en la primera semana. El éxito era arrollador, y Scott se convirtió en seguida en un modelo para muchísimos novelistas de todo el mundo. Hubo rápidamente una multitud de novelas históricas en las lenguas más diversas: el italiano Manzoni con Los novios (1825) sobre la Lombardía en tiempos de la dominación española, el francés Vigny con Cinq-Mars (1826) – la Francia de Luis XIII -, el norteamericano Fenimore Cooper con El último mohicano (1826), en el marco de las guerras indias del siglo XVIII; el francés Victor Hugo escribe la famosísima Nuestra Señora de París (1831), de ambiente medieval,  el inglés Bulwer Lytton  evoca Los últimos días de Pompeya, 1834), el ruso Gógol en Tarás Bulba (1835) habla de los antiguos cosacos ucranianos, el también ruso Pushkin publica La hija del capitán (1836) – la sublevación de Pugachev en el siglo XVIII -, y muchos más.

Recordemos, para insistir en la importancia del fenómeno, que dos de los mejores novelistas del siglo abordaron también esta modalidad: el primer título de la Comedia humana de Balzac fue Los chuanes (1829), sobre las guerras civiles de la Revolución francesa, obra, pues, muy próxima a los hechos narrados, en la línea de Walter Scott: la lucha entre los salvajes guerrilleros bretones que defienden la causa de la monarquía absoluta (en cierto modo asimilables a los jacobitas), y los soldados de la República, símbolo del progreso equiparable con las tropas del rey inglés Jorge II. Un asunto tenebroso (1841), donde aparece el mismo Napoleón, es otra de las incursiones balzaquianas en el relato de Historia, aquí con mezcla de narración policíaca. Y también Dickens nos dejó una espléndida novela histórica, Barnaby Rudge (1841), que se sitúa en la época de los motines anticatólicos de 1780. 

En cuanto a España, hubo treinta y tantas novelas de este género, ciertamente ya olvidadas y de poca categoría. Los manuales recomiendan El señor de Bembibre (1844), del leonés Gil y Carrasco, con un tema, el de los templarios, que en la actualidad da mucho juego en  la novelística más barata y chillona. Pero el iniciador de esta corriente fue el catalán López Soler, imitador de Scott en Los bandos de Castilla (1830). Incluso Larra, con El doncel de Don Enrique el Doliente, y Espronceda en Sancho Saldaña – obras ambas de 1834 -, se sintieron tentados por la novela histórica, aunque con muy escasa fortuna.

Sin embargo, de entre todo el romanticismo hay que destacar una obra maestra a la que durante un siglo y medio han sido fieles los lectores, más que por sus virtudes literarias, por la simpatía de sus personajes y el formidable interés de la trama: Los tres mosqueteros (1844) –  de nuevo la agitada Francia de Luis XIII – es como el modelo máximo de esta narrativa, permitiéndose muchas libertades con la Historia (según Dumas para él “sólo un clavo en el que cuelgo mis novelas”), pero de un éxito sin posible comparación; Veinte años después y El vizconde de Bragelonne prolongaron las peripecias de D’Artagnan y sus amigos mosqueteros, que ya forman parte de la mitología popular.

La fiebre de la novela histórica caracteriza a los románticos, todos se preguntan ¿cómo fuimos? y ¿porqué?, ¿qué hemos heredado?, y las respuestas tienen mucho que ver con explicaciones de la situación de su tiempo. A menudo son relatos poco escrupulosos y más bien superficiales, y tanto entonces como ahora lo que cuenta es el valor novelesco; la reconstrucción de una época pretérita puede ser más o menos fiel, estar más o menos lograda, pero lo esencial, lo que hace perdurable tal o cual novela es que trasciendan al marco histórico y estén al servicio de la literatura. A Dumas le perdonamos fácilmente que tergiverse los hechos y los personajes a su conveniencia, ¿qué más da si el resultado son libros que se leen con pasión? Quien quiera aprender Historia que recurra a los historiadores (hay que recordar que también muchas veces víctimas de prejuicios), las novelas o lo son de verdad o están condenadas al olvido. 

En la segunda mitad del siglo XIX el romanticismo va quedando atrás, el género se hace menos impulsivo y arrebatado, más consciente; las novelas se documentan de un modo obsesivo, buscan la fidelidad arqueológica, y también pulen su prosa con fines de arte. El Cartago de Salambó (1862), del francés Flaubert, es un buen ejemplo de ambas preocupaciones, sin dejar por ello, como siempre, de ocultar unos propósitos por así decirlo anacrónicos: la pintura del pasado remite de forma inevitable a las inquietudes del mundo contemporáneo para el que se escriben. El inglés Thackeray, con La feria de las vanidades (1847), cuya acción se sitúa en torno a Waterloo, y Henry Esmond (1852), un siglo antes, son también buenos ejemplos de narraciones  cuidadas e inteligentes.

Al tema de la más remota antigüedad pertenece La novela de la momia (1858) del también francés Gautier, aunque los asuntos predilectos son las historias de romanos, en ocasiones teñidas de ejemplaridad religiosa; así en Fabiola o la Iglesia de las catacumbas (1854) del cardenal inglés – aunque nacido en Sevilla – Wiseman, o Ben Hur (1880), del norteamericano Lewis Wallace. Sin embargo, a todas aventaja el best-seller Quo vadis? (1895), del polaco Sienkiewicz, que, en el siglo XX, al igual que las anteriores se beneficiará de vistosas adaptaciones cinematográficas que las magnificarán. Por otra parte, las peripecias de capa y espada, como El jorobado (1858) del francés Féval, siguen teniendo mucho público, y el balzaquiano tema de los chuanes inspira a Barbey d’Aurevilly El caballero Des Touches (1864), novela quizá no genial, pero sí muy evocadora.

Novelas de más calado son, por ejemplo, La letra escarlata (1850), del norteamericano Hawthorne, un intenso drama en los ambientes puritanos de  la Nueva Inglaterra del siglo XVII, El 93 (1874) de Victor Hugo, sobre la Revolución francesa, Romola (1863), de la inglesa George Elliot, que nos sitúa en la Florencia del siglo XV, o ya en España la larga serie de los Episodios nacionales (desde 1873) con los que Pérez Galdós quiere contar para todos los lectores la historia entera del país en el curso de su siglo. La escarapela roja del valor (1895), del norteamericano Crane se arriesga a tratar un tema candente, la guerra de Secesión, el italiano Nievo escribe sus Confesiones de un octogenario (1858), y el poeta alemán Mörike nos da el delicioso Viaje de Mozart a Praga (1856).

Por encima de todas hay que citar de manera especialísima Guerra y paz (1864-1869), de Tolstói, sin duda una de las mejores novelas de todos los tiempos, que funde admirablemente las guerras napoleónicas y la invasión de Rusia, con crónicas familiares, dramas íntimos y problemas eternos. Una novela única que se sirve de un entramado histórico para darnos una  narración de valor imperecedero. Lo individual y lo colectivo nunca se habían armonizado de una forma tan intensa y profunda.

El siglo XX se abre con Los Buddenbrook (1901), del alemán Thomas Mann, historia de una dinastía burguesa en la ciudad hanseática de Lübeck; el mismo Mann trataría más adelante otros asuntos del pasado como Carlota en Weimar (1939), sobre un episodio sentimental de la vida de Goethe; pero para el gran público – inevitablemente con la inapreciable ayuda del cine – el género se identifica con novelas de peripecia y aventuras, por lo común de relativo interés literario. Nadie olvida Lo que el viento se llevó (1936), de la norteamericana Margaret Mitchell, la guerra de Secesión vista desde el derrotado Sur, Las cuatro plumas (1902), del inglés Mason, sobre la campaña del Sudán, o Pimpinela Escarlata (1905), con fondo de la Revolución francesa, de la baronesa de Orczy, una húngara britanizada. En cuanto al finlandés Waltari, con Sinuhé el egipcio (1945), contribuyó también al auge de la novela histórica.

Dos de los libros más leídos de nuestra época tienen mayores ambiciones: Memorias de Adriano (1951) de la belga Marguerite Yourcenar, que se centra en la personalidad del emperador romano, y El Gatopardo (1958), del italiano – aunque mejor sería llamarle siciliano – Tomasi di Lampedusa, ambientada en la Italia de los comienzos de la unidad nacional. Doctor Zivago (1957), del ruso Pasternak, sobre la revolución rusa, fue también uno de los relatos más leídos del siglo. Otras no tan famosos merecen también destacarse; en España, por ejemplo, los veintidós volúmenes de las Memorias de un hombre de acción (desde 1913), de Baroja, sobre la accidentada historia del país en el siglo XIX, o Las tragedias grotescas (1907), del mismo autor, que se ambienta en el París de la Comuna. Valle-Inclán, con sus característicos ejercicios de estilo, también aportó las dos trilogías de Las guerras carlistas y El ruedo ibérico.

El abrumador número de novelas históricas contemporáneas hace que un recuento haga inevitables las omisiones por subjetivismo, cada lector querrá citar sus libros predilectos, aunque carezcamos de suficiente perspectiva. Las llamadas crónicas del francés Giono, como El húsar sobre el tejado (1951),   merecen recordarse, como también El siglo de las luces (1962), del cubano Alejo Carpentier – ecos de la Revolución francesa en el Caribe -; otros se inclinarían por una novela de este mismo año, Bomarzo, del argentino Mújica Láinez, que pinta un brillante cuadro del Renacimiento italiano. Al inagotable tema de romanos pertenecen Yo, Claudio (1934), del inglés Graves, y Los idus de marzo (1948), del norteamericano Wilder. El austríaco Werfel noveló las apariciones de Lourdes en La canción de Bernadette (194l), y la temática religiosa aparece asimismo en La última del patíbulo (1931), sobre unas carmelitas guillotinadas durante la Revolución francesa, de la alemana Gertrud von Le Fort, y Barrabás (1950), del sueco Lagerkvist.     

Capítulo aparte merecen la guerra civil española y la segunda mundial, en las que, con el paso del tiempo, se ha ido pasando del testimonio a la recreación literaria. Son dos grandes bloques novelescos, de una literatura tan apasionada como desigual, casi siempre con una base de experiencias vividas. En el caso de la guerra civil española, La esperanza, del francés Malraux (1937) o Madrid de corte a checa (1938), del español Foxá, no pueden considerarse como novelas históricas, pero ya a partir de los años cincuenta (Incierta gloria, 1956, de Joan Sales) es más adecuado llamarlas así. Y otro tanto podría decirse de la segunda guerra mundial. Kapputt (1944), del italiano Malaparte, es un reportaje literaturizado, Stalingrado (1946), del alemán Pliever, o Los desnudos y los muertos (1948), del norteamericano Mailer, sobre la guerra en el Pacífico y De aquí a la eternidad (1951), de su compatriota James Jones – Pearl Harbor en los días de su bombardeo – están todavía muy cerca de los hechos que narran. La plaza de l’Étoile (1968), del francés Modiano, sobre el París de la ocupación, ya es una historia imaginada.

De todos modos, el paso del tiempo iguala en la lejanía todas las novelas. Jane Austen acaba pareciéndonos tan histórica como las reconstrucciones de Dumas; el pasado es por definición algo remoto, y para los lectores de hoy la distancia que puede separar al escritor de su tema tiende a difuminarse. El imposible sueño de vivir en épocas desaparecidas, codeándonos con Nerón o la Máscara de Hierro, funciona como un conjuro mágico que no repara en detalles más o menos verosímiles, y que desde hace dos siglos ejerce una verdadera fascinación.

Por lo que respecta a los últimos decenios, la descendencia de Walter Scott ha degenerado en un alud novelístico de fabricación un tanto industrial; todos los años se publican miles de novelas históricas (sobre egipcios, griegos, romanos, cátaros, templarios, inquisidores, etc., hasta terminar en los campos de concentración nazis) de calidad muy insegura y ansias de best-seller escandaloso. El género goza, pues, de buena salud, aunque sus procedimientos sean más bien zafios. En cualquier caso,  todo un síntoma de que en estos tiempos nuestros tan rápidos, desconcertantes y a menudo amenazadores hay miedo al presente, y el pasado se ve como un  cómodo refugio que se puede adaptar fácilmente a lo que nos convenga.


Por Carlos Pujol Jaumandreu (1936-2012), escritor, crítico literario y traductor.