De dioses y hombres

De dioses y hombres

(Xavier Beauvois, 2010)

Por Enrique Sánchez Costa (Profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Piura, en Lima).

Guerra civil argelina (1991-2002). Un puñado de monjes trapenses viven en Tibhirine, al norte del país, en las montañas del Atlas. Se suceden los asesinatos –la guerra mataría a 200.000 personas–, la tensión aumenta hasta hacerse insoportable. Los monjes dudan: ¿quedarse exponiéndose a la muerte o regresar a la seguridad de Francia? De eso habla el film recién estrenado de Xavier Beauvois, galardonado con el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes y que ha superado en Francia los cuatro millones de espectadores.

La película se abre con un epígrafe vigoroso: “Vosotros sois dioses, hijos del Altísimo, pero como hombres moriréis, como cualquier príncipe todos caeréis” (Salmo 82). Grandeza y miseria de un “rey destronado” (Pascal), un ser “que piensa, que ama, que va a morir y que lo sabe” (G. Thibon). De dioses y hombres es la crónica de una muerte libremente asumida, por amor. De la pugna entre el instinto animal de conservación y la lógica del amor, que les insta a quedarse. Isaías, hablando del Israel sitiado y su fe en Yahvé, dice: “Si no creéis no subsistiréis” (7, 9). Así, los monjes de Tibhirine, porque creen en la Providencia permanecen; y de modo inverso, su negativa a escapar aviva más y más su fe. Una fe transida de noche, de temor y esperanza. Pues, como la beata Teresa de Calcuta, algunos de estos monjes se muestran faltos de fe, como rechazados por un Dios que enmudece. Pero permanecen. Y porque permanecen creen.

Beauvois entrega un film clásico, sin alardes técnicos, donde prima la economía narrativa. La puesta en escena es despojada, asumiendo el protagonismo los actores. Todos, por cierto, inspiradísimos (confiriendo personalidad propia a cada personaje), aunque sobresalen Lambert Wilson (abad Christian) y Michael Lonsdale (hermano Luc). El rodaje es detenido, moroso. Y es que estamos ante un ejemplo de cine lírico, como La pasión de Juana de Arco de Dreyer, Sacrificio de Tarkovsky o El cielo sobre Berlín de Wenders. Aquí, por encima de la trama, lo significativo son los detalles. Entre ellos, el maravilloso himno “Voici la nuit des origines”, cantado en gregoriano por los monjes y clave hermenéutica del film. De hecho, la vida de estos trapenses es el heroísmo de lo cotidiano, encarnando el ora et labora de San Benito. Así, junto a la labor humanitaria que realizan con la población argelina, la película –como la vida monástica– aparece ritmada por la liturgia. Otros méritos del film son su bella fotografía, la sabia alternancia de secuencias de interior y exterior, así como la iluminación natural: tenue en los interiores –formando claroscuros– y radiante en los exteriores (filmados en Marruecos).

El guión del film está lleno de diálogos memorables. Así, por ejemplo, cuando el hermano Luc exclama: “¡no me asusta la muerte; soy un hombre libre!”, bromeando a continuación: “¡dejad pasar al hombre libre!”. O cuando uno de los monjes comenta: “somos como pájaros sobre una rama: no sabemos si nos iremos”, corrigiéndole una lugareña: “los pájaros somos nosotros y ustedes la rama”. O cuando un monje confiesa al abad su miedo a perder la vida y éste le responde: “esta vida estaba ya dada a Dios y a este país”. Entre todos, destacan dos momentos epifánicos. Uno es cuando un helicóptero militar sobrevuela amenazante el monasterio, fundiéndose el estrépito del aparato y el canto coral de los monjes, como midiendo sus fuerzas. El otro sucede hacia el final, cuando todos los monjes deciden personalmente quedarse (comunión de voluntades) y reciben a Dios en la comunión. Después, en la cena, se sirve vino tinto, mientras escuchan “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky. La cámara barre y luego se detiene en primerísimos planos de los personajes, que pasan de la alegría a la emoción, comprendiendo la muerte cercana.

Para el director, “más allá de la religión, el film habla del hombre. […] Eran aventureros, artistas del amor, personas que van al final de las cosas, de su pensamiento, con una fe y rigor… es poco común hoy, hacer don de sí, interesarse por los demás”. De dioses y hombres narra la paradoja de unos hombres que, conducidos a la muerte, dieron el mayor testimonio en favor de la vida.