Munich
(Steven Spielberg, 2005)
Por José María Caparrós (1943-2018). Fue Catedrático de Historia Contemporánea y Cine de la Universidad de Barcelona y Fundador del Centre d’Investigacions Film-Història. Crítica publicada en El Periódico de Catalunya, 12/III/2006.
Calificada como políticamente incorrecta, la nominada película de Steven Spielberg se fue de vacío en la gala de los Oscar. Los miembros de la Academia prefirieron premiar a una modesta película “indie”, Crash, antes que la arriesgada cinta del rey Midas de Hollywood. Por tanto, la contundente denuncia sobre la problemática racial en Los Ángeles venció no sólo a los cowboys gays de Ang Lee y a la antimaccarthista Buenas noches, y buena suerte de George Clooney –otros políticamente incorrectas–, sino al maestro norteamericano.
La perdedora Munich (2005) evoca unos hechos acaecidos hace 33 años. Spielberg, tras romper una lanza en favor del Holocausto –La lista de Schindler (1993), que entonces sí se llevó todas las estatuillas de la Meca del Cine–, nos ha sorprendido con un filme un tanto ambiguo, donde pone el dedo en la llaga sobre otra problemática actual: el conflicto político entre Palestina e Israel. La polémica ya está servida. Pero recordemos un poco la historia. El 5 y 6 de septiembre de 1972, durante los JJOO de Múnich, un comando palestino asaltó la residencia de la delegación israelí. El grupo terrorista –compuesto por ocho miembros de Septiembre Negro– mató a dos personas e hizo nueve rehenes, todos deportistas. Tras 21 horas de negociaciones –el comando pedía liberar a 200 prisioneros de cárceles de Israel–, y ante la negativa del Gobierno de Jerusalén, las autoridades alemanas resolvieron el caso trágicamente: murieron todos los rehenes, más cinco terroristas y un policía. El Gobierno israelí formó un grupo de elite –un comando dependiente del Mossad–, para eliminar extraoficialmente (fue la 0peración “Ira de Dios”) a los ideólogos que tramaron el secuestro.
Sobre aquella matanza se habían realizado dos películas en 1974 y 1976, Septiembre Negro y 21 horas en Munich, que tuvieron muy poca repercusión mediática. En cambio, el filme de Spielberg ha generado opiniones controvertidas. Por un lado, George Jonas –el autor del libro en que está inspirado, Vengeance– arremetió contra el director: “Uno no alcanza la altura moral siendo neutral entre el Bien y el Mal. Lo que distancia al público de la película es tratar a los terroristas como personas. En su esfuerzo por no satanizar a seres humanos, termina humanizando a demonios”. Y por otro, el analista Robert Fisk afirmaría: “La cinta de Spielberg ha cruzado un camino fundamental en el tratamiento que da Hollywood al conflicto de Oriente Medio. Por primera vez observamos que los espías y matones israelíes del más alto nivel no sólo cuestionan su papel de vengadores, sino de hecho llegan a la conclusión de que la ley de talión no funciona: es inmoral, es perversa”. Como dice Avner (el jefe del grupo, con nombre cambiado en el filme), matar a un hombre armado que simpatice con los asesinos de Múnich genera seis más que toman su lugar. Y Avner calcula que cada vez que liquida a un palestino gasta un millón de dólares. Finalmente, desengañado, opta por la disidencia: su principal preocupación será proteger a su familia –mujer e hija, exiliadas en Estados Unidos– del propio Gobierno que lo utilizó sin escrúpulos. También aparece Golda Meir como responsable de esa operación vengadora, cosa no probada.
Con todo, Spielberg parece abogar por el pacifismo, al mostrar que la violencia –aquí, el “ojo por ojo y diente por diente”– sólo engendra más violencia, y acaso fuera el tobogán que condujo al 11-S. Así lo evidencia el plano final (digitalizado) de las Torres Gemelas, como indicando la respuesta vengativa al terrorismo de Estado. Después, llegarían otras secuelas: España sufrió el 11-M, y Gran Bretaña el 7-J. Antes también tuvimos el GAL: con fondos reservados –como disponían los agentes del Mossad– se quiso acabar con el terrorismo de ETA, pero empleando las mismas armas. Es obvio: el fin nunca justifica los medios.
Sin embargo –volviendo al terreno cinematográfico–, este veterano maestro del Séptimo Arte (58 años) ha realizado una película brillante pero bastante convencional, con concesiones a la galería, algo fría, demasiado larga (164 minutos) y nada contextualizada. Sin apenas un momento de respiro, el espectador comparte la tensión de los protagonistas, pero observa desde fuera el salvajismo de unos y otros. Y ante los problemas de conciencia que manifiestan los miembros del comando israelí, los fundamentalistas –de ambos lados– ya han expresado su desacuerdo con la postura de Spielberg; es más, no le han dado el placet como hicieron con La lista de Schindler.
Por eso Munich no se llevó ningún Oscar ni los Estados Unidos de Bush la aplaudirá; pero el gran cineasta judeoestadounidense –tras los traspiés de La Terminal y La guerra de los mundos– acaso volverá a llenar sus arcas. Habría que preguntarle si eso justifica este filme de medias tintas y poco analítico, donde todos tienen razones y ninguno la razón. Es lamentable que, frente a la fuerza de la razón, la alternativa sea la razón de la fuerza. Y hoy, como ayer.