War Horse
(Steven Spielberg, 2011)
Por Juan Vaccaro (Licenciado en Historia Contemporánea y miembro del Centre d’Investigacions Film-Història de la Universidad de Barcelona. Co-autor de La historia a través del cine: China y Japón en el siglo XX y Nos vamos al cine. La película como medio educativo).
Catorce años después de dejar al soldado Ryan en el cementerio americano de Omaha Beach, Spielberg vuelve al frente. En esta ocasión la Primera Guerra mundial es el marco de la historia del último filme de este brillante director. War Horse (Caballo de batalla) significa el regreso a un territorio explorado y querido(1) por el autor de E.T. El extraterrestre (E.T. The Extraterrestrial, 1982). Si 1941 (1979), El imperio del sol (Empire of the Sun, 1987), La lista de Schindler (Schindler’s List, 1991) y Salvar al Soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998) visitaban la Segunda Guerra Mundial, Caballo de batalla significa la primera incursión del director en un conflicto bélico inexplorado hasta el momento por él. La película nos narra la historia de amistad entre un caballo, Joey, y su dueño, Albert Narracott, durante la Gran Guerra. El caballo será requisado por el Ejército Británico y seremos testigos del devenir del conflicto mediante las mil y una aventuras que el animal vivirá a lo largo de cinco terribles años.
El principal motivo de esta crítica es enjuiciar o valorar Caballo de batalla como filme histórico. Así pues, en primer lugar intentaré realizar un comentario sobre este particular para, después, finalizar con un comentario desde un punto de vista más cinematográfico o estético. Vaya por adelantado que considero la última película de Spielberg como una obra notable y no logro entender su fría recepción de público y parte de la crítica; cuando está muy por encima, por ejemplo, de las películas que han triunfado en la ceremonia de los Oscar, la bochornosa The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) y la tristona y aburrida La invención de Hugo (Hugo, 2001) del sobrevalorado Martin Scorsese. Sabemos de los recelos de algunos críticos ante la obra del autor de la película que nos ocupa, pero sorprende que después de realizar un puñado de obras que se encuentran entre lo mejor del cine americano de los últimos veinte años, todavía haya quien, si se me permite la expresión, le niegue el pan.
Como filme de reconstitución histórica, War Horse es un valioso documento. A lo largo del metraje la cinta desgrana una serie de temas ligados a la tradición fílmica sobre la Gran Guerra: The Unbeliever (Alan Crosland, 1918), Armas al hombro (Shoulder Arms, Charles Chaplin, 1918), El gran desfile (The Big Parade, King Vidor,1925) Senderos de gloria (Paths of Glory, Stanley Kubrick, 1957) o Capitán Conan (Capitain Conan, Bertrand Tavernier, 1996), están presentes de alguna forma en la cinta que nos ocupa. Spielberg ha sabido trasladar de manera muy acertada muchos de los temas tratados en éstas y otras películas sobre la Primera Guerra Mundial. El director, al igual que hicieran King Vidor, Stanley Kubrick o Bertrand Tavernier, hace una apuesta por la verosimilitud. El afán de verismo de la cinta –como cualquier película histórica que se precie– es el mayor aval a nivel histórico que presenta Caballo de batalla. Pero este afán de realidad no se circunscribe sólo a su extraordinaria dirección artística, al cuidado de cada detalle, sino que se traslada también al nivel de las mentalidades de la época. Diversas secuencias del filme son claro ejemplo de ello: Poco después de que el padre de Albert haya ganado al caballo en una disputada subasta, tiene lugar una conversación entre el chico y su madre. En el transcurso de ésta la madre le muestra un banderín. Se trata del banderín de la unidad de su padre, excombatiente en la Guerra de los Bóers (1880-1881 y 1899-1902). El chico tomará el banderín en sus manos y anhelará en voz alta la proximidad de una nueva guerra –probabilidad que diversos personajes barajan en secuencias anteriores– en la cual podrá dar rienda suelta a sus sueños de aventura y gloria. Albert no entenderá cómo su padre ha quedado marcado por lo que vió en la guerra; siendo ésta una experiencia, pensará el chico, terriblemente excitante. Vemos aquí un claro reflejo de lo que centenares de jóvenes pensaron en el verano de 1914 y que les llevó a centros de reclutamiento. Era la guerra que acabaría con todas las guerras; una guerra rápida que acabaría seguramente antes de Navidad. Tras décadas de hastío, los jóvenes del nuevo siglo tenían una oportunidad de demostrar su valía. Esa imagen de la guerra como escuela de aprendizaje, como experiencia edificante, exenta de horrores, es la que expertos como Georg L. Mosse o Paul Fussell han denominado el “Mito de la Experiencia de la Guerra” (The Myth of the War Experience). Podríamos resumir el denominado Mito, en esa visión de la guerra que enmascara el horror y el sufrimiento, que consagra su memoria y, en último término, justifica su propósito. Ambos expertos datan la génesis del Mito en las Guerras Napoleónicas y datan su extinción en la Guerra de Vietnam. Personalmente, y tras el enorme impacto del 11–S, creo que esa visión de la guerra ha vuelto a estar vigente en más de una ocasión. El cine ha sido uno de los principales vehículos de transmisión del Mito, desde las primeras películas sobre la Gran Guerra, hasta la actualidad, en filmes como, por ejemplo, En tierra hostil (The Hurt Locker, Kathryn Bigelow, 2008).
No obstante, Spielberg, se desmarcará de esa visión para mostrar la realidad: la temible carnicería del frente occidental. Aún así, nos volverá a exponer, en una secuencia posterior, un calco de la sinrazón de Agosto de 1914. Tras la requisa de Joey para el Ejército, su amigo y dueño, Albert, correrá tras él en un desfile de despedida organizado en su pueblo. El ambiente será de profundo júbilo, la muchedumbre vitoreará a los jóvenes que, sin saberlo, se dirigen al matadero: canciones, hurras, flores…Todo ello lo hemos podido ver en infinidad de newsreels de la época, así como en películas como El gran desfile o Los cuatro jinetes del Apocalipsis (Four Horsemen of the Apocalypse, Rex ingram,1921). De nuevo, el autor es fiel a la tradición.
Una vez la acción se desplaza al frente de batalla, Flandes, al inicio, y la región del Somme al final de la cinta, obtendremos más información sobre las mentalidades del momento. He escogido dos momentos que me parecen muy significativos: Uno en la primera acción bélica que significa el bautismo de fuego de Joey y su nuevo dueño, el Capitán Nichols; y, otro, hacia el final del filme, la dramática secuencia de Joey atrapado en el alambre de espino. La primera secuencia muestra una reunión de mandos de la unidad de caballería en la que está Joey. Recién llegados de Francia, el Mayor Stewart, el Capitán Nichols(2) y un oficial de etnia sikh(3), deciden una carga de caballería para tomar una posición alemana que creen mal defendida. Durante el briefing de la misión suenan en más de una ocasión las palabras “ofensiva” y “golpe de gracia”. Los militares de la época, imbuidos del espíritu de las Guerras Napoleónicas y, por supuesto, de las enseñanzas del propio Napoleón, estaban empeñados en dos principios estratégicos y tácticos vitales. Por un lado, el espíritu de la ofensiva: Atacar, siempre atacar. Durante los primeros meses del conflicto, ya fuera el mando de la BEF (British Expeditionary Force) con Douglas Haig, Francia con Joffre o el Imperio Alemán con Moltke, todos preconizaron la ofensiva desde el primer momento. La ofensiva, el ir siempre hacia delante era el medio de conseguir el golpe de gracia o el ataque decisivo, como dice en el filme el oficial sikh. Desgraciadamente, aquí tenemos la primera muestra de cómo la Gran Guerra fue una guerra del siglo XX, una guerra moderna, luchada con una mentalidad del siglo XIX. A lo largo de la cinta, el director nos irá mostrando eso mismo de manera muy clara. Spielberg, un enamorado de las máquinas y la técnica, hace un auténtico despliegue de la tecnología que desembarcó con la guerra y cómo ésta se enfrentó a la tradición. Nos detendremos en este punto más adelante.
La última secuencia a la que he hecho mención sobre el análisis de las mentalidades de la época nos lleva a la desagradable secuencia de Joey atrapado en el alambre de espino, en un No Man’s Land. A muchos puede sorprender que estando el caballo atrapado y sufriendo, ingleses por un lado y alemanes por otro, se pongan de acuerdo y decidan salvar al caballo. La secuencia, a pesar de su dramatismo, está repleta de humor y fina ironía –surgida probablemente de la pluma de uno de los guionistas del filme, Richard Curtis. Y el encuentro entre el oficial inglés y el alemán es más que un símbolo, es una recreación, de centenares de episodios similares que tuvieron lugar en muchas partes del frente. Podríamos citar diversos ejemplos: En más de una ocasión, trincheras rivales se ponían de acuerdo para enterrar a sus muertos, o bien para intentar llevar a sanitarios para tratar a heridos de difícil traslado. En esos momentos no era rara la confraternización entre ingleses y alemanes, canadienses y alemanes o bien entre austríacos e italianos. Un claro ejemplo de esas reuniones entre enemigos se dio en la célebre tregua de Navidad de 1914.(4) La archiconocida Christmas Truce tuvo lugar a lo largo de sectores dominados por la BEF –así como por tropas francesas, aunque en grado mucho menor– y se llegó a alargar incluso semanas. Durante la tregua, quizás el cénit de lo que los expertos denominan el Live and Let Live System, (el sistema que regía el día a día de las trincheras), soldados de uno y otro bando intercambiaron fotos, regalos e incluso se llegaron a jugar partidos de fútbol. Este tipo de treguas tuvo lugar en 1915 y 1916, aunque fueron de menor extensión y duración. Tras la Navidad de 1916, la situación cambió radicalmente. La guerra había hecho mella en los combatientes. Ese mismo espíritu de camaradería será el leit motiv de muchos excombatientes, mentalmente perdidos tras el conflicto; como muestran las obras de E.M. Remarque, Wilfred Sassoon o Ernst Hemingway.
Con anterioridad introducía la idea de la lucha entre la tradición y la tecnología, tema tratado por Spielberg a lo largo del filme. Esto nos ayuda a tratar otra de las piezas que arman el entramado de Caballo de batalla como documento histórico: el afán de verosimilitud, la pintura realista de la guerra. Si en el anterior párrafo veíamos como el cineasta trasladaba ideas y sentimientos del 1914–1918 a la pantalla, ahora veremos cómo Spielberg recrea la guerra. Personalmente, pensaba que el autor de La lista de Schindler, haría lo mismo que con Salvar al soldado Ryan. Me explico. Para el que escribe esto, Saving Private Ryan es el mejor combat film que se ha realizado. Desde el día de su estreno, Spieblberg hizo envejecer a filmes como Arenas sangrientas (Sands of Iwo Jima, Allan Dwan, 1949), La cruz de hierro (Cross of Iron , Sam Peckinpah,1977) o Platoon (Oliver Stone,1986), por citar algunos ejemplos de películas de combate destacables por su recreación realista del campo de batalla. El director y su operador de cámara, el genial Janusz Kaminski, hicieron que el espectador estuviera en Omaha Beach por unos vibrantes y angustiosos minutos. Pero hay más. Si uno lee las experiencias de veteranos que han visionado la cinta de Spielberg, coinciden en que el director ha sido quien mejor ha recreado el campo de batalla: la fotografía borrosa, sucia, el ruido ensordecedor, la sensación de confusión permanente, los automatismos en el combate de los que te rodean, la adrenalina, el nerviosismo, el miedo, etc. War Horse no anda por esos derroteros, sino que, otra vez, se une a la tradición para mostrarnos un frente occidental fiel al canon establecido por filmes anteriores. Sin embargo, la película va un poco más allá del mero retrato del frente y nos muestra el rostro cambiante del campo de batalla a lo largo de cinco años. Al principio de la acción, desde la llegada de la unidad de Joey aFlandes hasta la captura de éste en una granja, observamos que no aparecen las trincheras, sino que uno y otro bando se mueven. Y así fue. Hasta que el frente se estabilizó, primavera de 1915, las acciones estuvieron presididas por la movilidad: el imparable avance alemán y su denominada carrera hacia el mar; y la retirada heroica de la BEF: Mons, Le Cateau, Loos, fueron batallas presididas por el movimiento incesante de tropas buscando la acción decisiva de la que hemos hablado con anterioridad.
Una vez Joey es capturado por los alemanes, la acción se ralentiza hasta el final de la cinta, durante la Tercera Batalla del Somme, una de las últimas acciones de la contienda. Es en esta parte del metraje en la que aparecen las imágenes arquetípicas de los filmes de la Primera Guerra Mundial: las trincheras, los refugios, los tommies agazapados en la trinchera esperando a que un mando grite Over the top!, los nidos de ametralladoras esperando al otro lado, los kilómetros de alambradas, las pasarelas de metal y madera que inundaban la tierra de nadie, los cráteres provocados por las explosiones de miles de obuses, la destrucción, la desolación. Todo ello lo hemos visto en otros filmes y si Spielberg aporta algo a esta descripción de la guerra es una mayor dosis de realismo, que se beneficia tanto de la afición del director por la temática bélica, como de lo holgado del presupuesto –casi 70 millones de dólares– que ha manejado.
La descripción de uniformes y armas es poco más que perfecta. En las primeras secuencias en Francia, los infantes británicos portan la gorra Modelo 1905 y el inseparable fusil Lee Enfield Mk III. En la secuencia de la batalla del Somme, al final de la película, los soldados seguirán con ese mismo fusil, pero vestirán un uniforme ligeramente diferente, irán tocados con el casco Brodie y veremos muestras de la personalización de la vestimenta que muchos soldados llevaban a cabo según sus necesidades. Un ejemplo lo tenemos en el compañero de Albert, David Lyons,(5) un joven oficial e hijo del propietario de su granja, que portará una voluminosa lámina de metal como protección anti–bala; o un anónimo soldado que vestirá una zamarra de piel de oveja, no reglamentaria, pero totalmente imprescindible ante las bajas temperaturas. Lo mismo ocurre con los soldados alemanes. Si al inicio del filme los vemos con sus uniformes feldgrau y tocados por el inefable caso prusiano, el pickelhaube, en las secuencias centrales y finales los veremos tocados con el stahlhelm –casco de acero– que distinguió a las tropas alemanas hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Tal es el afán de perfeccionismo de la cinta que durante la toma de la trinchera alemana por parte británica, podemos observar cómo algunos soldados alemanes portan un stahlhelm mimetizado y escaso equipamiento, a diferencia de sus compañeros. Se trata de tropas especiales, los stormtroopers, especializados en asaltos rápidos y acciones de castigo a trincheras enemigas y que fueron la punta de lanza –y una auténtica sorpresa– en la ofensiva alemana de marzo de 1918, la Operación Michael, en la que rompieron todas las líneas del frente, estabilizadas desde hacía cuatro años.
Las nuevas máquinas de guerra que revolucionaron el conflicto también aparecerán en el filme. La primera acción, la carga de caballería contra la posición alemana, presentará a la temible ametralladora, que destrozará todo intento de ataque de unos desprevenidos ingleses. Ésta participará también en la formidable secuencia del ataque británico en el Somme. En esa misma acción, las tropas inglesas serán víctimas de otra de las desagradables novedades de la guerra: el gas. El ataque con lo que parece gas mostaza o yperita –por Ypres– diezma las filas inglesas y, lo que es más, desata el pánico. Spielberg es fiel a la realidad: El gas, desde su primer uso mortal en la batalla de Ypres por parte alemana en Abril de 1915, fue temido por todos los combatientes. Era un arma impredecible, invisible hasta que no la tenías frente a ti y sus efectos podían ser devastadores. Si bien causó cerca de 89.000 muertos, las cifras dan más de 1.5 millones de afectados que arrastraron problemas físicos –y psicológicos– debido a ataques de gas. De su importancia hablan los miles de testimonios de excombatientes, ya sea en memorias o en poesías como el famoso Dulce et decorum est de Wilfred Owen, donde el poeta–soldado narra un escalofriante ataque de gas y las sensaciones –horribles– que se experimentaban. Otra de las armas presentadas por Spieberg será, en el último tramo del filme, el tanque. En este caso se tratará de una recreación bastante acertada de un carro británico, el Mark IV o Male. Un auténtico ataúd rodante que significó la punta de lanza de esta tecnología para los británicos. Aunque la importancia del tanque durante la guerra es muy relativa, aportó su grano de arena para la ruptura del frente alemán en los últimos meses de la guerra. Aún estamos muy lejos del empleo del carro de combate como hicieron alemanes y soviéticos en la Segunda Guerra Mundial o Israel en los sucesivos conflictos con sus vecinos árabes. No obstante, el tanque, y también los camiones que aparecen a lo largo de la película, al igual que ocurre con el gas o la ametralladora, representan una ruptura total. La tecnología moderna, fruto de los incesantes avances científicos que presidieron Europa desde finales del siglo XIX hasta el inicio de la conflagración, hicieron posible el nivel de destrucción de la guerra. Los generales de la época (French, Falkenhayn, Foch, Castelnau, etc.), llevaron durante cinco años una intensa guerra de desgaste en la que gracias a los medios tecnológicos, pudieron llevar a cabo una devastación total. Uno de los elementos que hizo posible que durante años –incluso en la actualidad–, una larga y ancha fracción de terreno desde el Canal de la Mancha hasta la frontera Suiza fuera más similar a un paisaje lunar que a la campiña fue la artillería. Durante la película podremos observar un duro ataque artillero ante el avance inglés durante la ofensiva final del filme y, en especial, padeceremos el sufrimiento de Joey como mero caballo de tiro de una imponente pieza de 210 mm alemana, el Mörser 16. Serán estas dolorosas y emotivas escenas –la muerte del caballo compañero de Joey, realizada con una gran sensibilidad– en las que el choque entre tradición y modernidad, entre lo viejo y lo nuevo serán más palpables. Joey, el caballo, será un elemento clave en el discurso de Spieblberg sobre el brutal choque entre la tradición o el viejo mundo, representado por el caballo, y el nuevo, representado por los camiones que marchan hacia el frente destrozando el arnés que portaba Joey, o por el obús que han de arrastrar los caballos. El director también realiza aquí un estudio de la mentalidad de la época y ofrece un valioso documento, hasta ahora inédito en los filmes de ficción, sobre la importancia del caballo durante la guerra.
En un conflicto que se debatía entre viejas formas y nuevas, el caballo, a pesar del papel del tren y de medios de locomoción no animal, fue de una importancia vital. Ya vemos cómo al principio del filme los caballos son requisados por doquier, como lo fueron en realidad y cómo son tratados de manera exquisita por la tropa. Eso no es ningún anacronismo. En los manuales que llevaban los soldados británicos cuando llegaron a Francia, un decálogo dejaba bien claro una serie de normas que debían cumplir a rajatabla: Una de ellas era no maltratar a los caballos. Su rol era primordial: transporte de tropas y heridos, tareas de tiro, correo y enlace con la retaguardia…Todo menos su empeño principal: punta de lanza del Ejército.
Al llegar a Francia la caballería británica ansiaba pasar a la acción y rememorar tiempos pretéritos. Pero como muestra muy bien Spielberg, la realidad era otra. Los éxitos de esta arma durante la Guerra de los Boers hicieron que las enseñanzas de la Guerra de Crimea–una guerra posicional, donde la caballería tuvo un uso marginal– cayeran en el olvido. En el filme vemos los preparativos del ataque a una posición germana. Los soldados británicos, entre ellos el Capitán Nichols, dueño de Joey, y su amigo, el Mayor Stewart, sable en ristre, avanzan exultantes hacia el campamento alemán. La secuencia está magníficamente rodada, diríase que John Ford o Akira Kurosawa están tras ella. Al principio la carga es un éxito, pero al encontrarse con la línea de ametralladoras ocultas en el bosque, la unidad de Joey quedará diluida cual azucarillo. Ése fue el papel de la caballería como arma ofensiva en el frente occidental: algunas acciones aisladas que acabaron en desastre ante el creciente poder de fuego de los ejércitos modernos. Ante esta situación, el caballo pasó a realizar los trabajos antes descritos.
Sin embargo, la situación fue muy diferente en otros frentes. En el frente oriental, en las vastas extensiones donde tenían lugar los enfrentamientos entre rusos y germanos, la caballería resultó ser un arma tremendamente útil, tanto como elemento de reconocimiento o como poderosa arma para atacar fuerzas en retirada. En Oriente, la caballería vivió sus páginas más brillantes y casi podríamos decir que su canto del cisne. La revuelta árabe comandada por el Coronel T.E. Lawrence6 no se podría explicar sin la utilización de la caballería. Y las victorias británicas en Megido o Gaza fueron, en gran parte, debido a la hábil utilización de caballos y camellos. Para que las labores de los caballos fueran llevadas a buen puerto, éstos disponían de estupendas instalaciones, especialistas que los cuidaban y una imponente logística para llevar a cabo su alimentación y cuidado. Tal era su importancia que las tropas francesas mataban a los caballos alemanes mientras que los soldados del Káiser ansiaban la captura de animales enemigos, y si no les era posible, preferían matarlos. Si hacemos caso de crónicas y estudios, y tal y como muestra Caballo de batalla, fueron las tropas inglesas las que más utilizaron a este noble animal, y las que mejor lo trataron. De los cerca de 750.000 caballos tratados por veterinarios del Ejército, se pudieron salvar unos 530.000, cifras muchas más que aceptables. Al finalizar la guerra,(7) la BEF había perdido casi medio millón de estos fieles animales. Se cree que un 25% fueron bajas en primera línea, mientras que el resto murieron por enfermedades varias: gripe equina, infecciones, ahogados en el barro o simplemente muertos por extenuación como ocurre con uno de los caballos de la película. Como bien refleja el filme, los caballos eran queridos tanto por sus cuidadores –en la película vemos que ya sean ingleses o alemanes, la relación es siempre excelente–, como por la tropa. Robert Graves recuerda en sus memorias cómo la visión de un caballo(8) ponía de buen humor a cualquiera que lo tuviera cerca. De la misma manera, son muchos los relatos de veteranos que hablan de los cientos de caballos muertos como uno de los peores recuerdos del conflicto.
Más allá del valor histórico de la película, creo que con Caballo de batalla su director, Steven Spielberg realiza un bello y sensible homenaje a estos héroes silenciosos que han sido los caballos, desde las campañas de Alejandro Magno en Persia, pasando por la retirada alemana en el Oder en 1945, hasta la actualidad, en Afganistán, por ejemplo, donde el Ejército de Estados Unidos utiliza mulas de origen catalán para diversas tareas.
Posiblemente, War Horse no sea la mejor cinta de su director, pero sí es, de entre sus últimas películas – junto a Munich (2005), un filme de arriesgado contenido histórico, y La guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005) vibrante y terrorífica visión de una invasión alienígena–,(9) la más destacable de ellas. La cinta es totalmente coherente con su obra y está íntimamente emparentada con otro melodrama bélico del autor, El imperio del sol. Ambas cintas, al igual que casi la totalidad de sus filmes se mueven, como bien dice Bertrand Tavernier, entre una visión misantrópica del mundo –La lista de Schindler, Parque Jurásico (Jurassic Park, 1995) o Salvar al soldado Ryan serían otras muestras de este particular–, y el encanto, el espíritu infantil que compensan la negrura de esa visión. Caballo de batalla es patente en este sentido, al igual que lo era El imperio del sol. A pesar de la diferencia de edad de los protagonistas de ambos filmes, éstos realizan un camino hacia la madurez, para, al final de la película, reencontrarse de nuevo con el paraíso de la infancia: el caballo en el caso de Albert Marracott, o bien, antiguas pertenencias y, por supuesto, los padres, en el caso de Jim Graham, un soberbio Christian Bale. De ahí que se me antojen un tanto baladíes las acusaciones que se le han hecho a la película de ligera y un tanto infantil. Para nada. La cinta está magníficamente compensada y cuando tiene todos los elementos a priori para convertirse en un tearjerker en toda regla, se torna una película repleta de duras imágenes, que en pocas ocasiones abusan de la sensiblería. Claro está que es emotiva ¿Cómo no va a serlo? Ante lo que vemos en la pantalla, el horror, la destrucción, la sinrazón de la guerra, la muerte de inocentes –la brutal ejecución de los hermanos Günther y Michael–, el sufrimiento de Joey y sus compañeros, etc. Es imposible dejar de lado la razón y, en ocasiones, ponernos en la piel de los sufridos protagonistas. Esa es una virtud del director y no una desventaja.
Por otro lado, destacaría el excelente manejo del tempo narrativo que hace el cineasta. Spielberg es la pasión por narrar. Desaparecidos Ford, Walsh, Hawks, Dwan, Aldrich, el autor de Caballo de batalla es, junto a Clint Eastwood, el último de los clásicos. Su cine es el último de una estirpe y más cuando uno ve a dónde han ido a parar sus compañeros de generación: Scorsese, muy valorado por la crítica pero lejos de lo que fue; Brian De Palma, un excelente director, caído en el olvido; Francis Ford Coppola, más atento a sus viñedos y a su familia que a un arte al que ha legado un puñado de obras maestras; George Lucas ha representado todo para los efectos especiales y sigue dando guerra con Star Wars, pero no se adivina nada más en la mente de este adulto con alma de niño; Joe Dante ¿Alguien se acuerda de Joe Dante?
Filmes como Loca evasión (The Sugarland Express, 1974) o 1941 (1979) apenas hacían presagiar que Spielberg, algún día, se convertiría en lo que es hoy: el último representante de una manera de hacer cine. Como los grandes clásicos, sabe mantener un equilibrio magistral entre el drama y un inteligente uso del sentido del humor –del que tan huérfano está el cine actual–, fruto de un guión hábilmente pergeñado por Richard Curtis, que nos regala una estupenda galería de personajes secundarios, repletos de humor y a los que adivinamos una historia tras un par de apuntes y un par de frases: Lyons, el dueño de la granja de los Marracott, el abuelo, impecable creación de un irreconocible Niels Arestup, o los hermanos desertores que recuerdan a las parejas de soldados que pueblan la trilogía de la caballería de Ford.
War Horse tiene el aroma de los clásicos. Sus dos horas y media de metraje pasan de un plumazo, fruto de la maestría del director. Spielberg domina el ritmo y el montaje como pocos. La puesta en escena es soberbia, dejando momentos para el recuerdo: el ataque de la caballería, la corta pero brutal secuencia en el molino, con ecos incluso del cine de terror, el tremendo tour de force que representa la fuga de Joey de las filas alemanas o, para finalizar, el hermoso final del filme que homenajea de forma clara y meridiana al final de Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939). La luz crepuscular, rojiza, la mirada de los protagonistas hacia el horizonte: Dartmoor y la granja de los Marracott es Tara. No es de extrañar, puesto que la cinta producida por Selznick es una de las favoritas de Spielberg.
Ahora sólo nos queda esperar que nos deparará el futuro de este creador. Seguramente volveremos a saber de él en estas páginas, puesto que desde hace unos meses se ha iniciado la preproducción de su próxima película, que promete y mucho: un biopic sobre Abraham Lincoln.
Más allá de su trabajo como director, Spielberg ha realizado tareas de productor en otros productos bélicos como el díptico de Iwo Jima de Clint Eastwood, Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006), Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006) o la magistral serie de televisión The Pacific (2010).
Es destacable un apunte sobre el verismo del a cinta que tiene que ver con este personaje. Antes de la citada secuencia vemos al Capitán Nichols escuchando una canción en un pequeño gramófono. Suena Roses of Picardy. La canción fue una de las famosas entre los soldados ingleses. A pesar del acierto en escoger esta canción, cabe comentar que ésta data de unos meses más tarde de lo que narra la secuencia, 1916; cuando esa parte del filme data, aproximadamente de finales deAgosto, principios de Septiembre. Aún siendo un ligero anacronismo, se agradece la introducción del tema.
El Imperio británico se benefició sobremanera de su ingente población a lo largo de la guerra. Los sikh siempre fueron destacados soldados en las filas del Ejército británico, pero durante la Gran Guerra tuvieron graves dificultades para soportar las durísimas condiciones climatológicas del frente occidental. Por este motivo, años después, durante la Segunda Guerra Mundial, se destinó a las tropas de India a zonas más acordes con sus lugares de origen: Norte de África, Italia y Lejano Oriente fueron los teatros escogidos para los sikh y otras etnias del inmenso territorio hindú.
Recordemos que el cine trató recientemente la tregua de Navidad en la poco valorada, Feliz Navidad (Joyeux Noël, Christian Carion 2005). Una buena muestra de cine sobre la Gran Guerra que, desgraciadamente pasó desapercibida.
En este personaje, recae uno de los tópicos de las cintas sobre la Gran Guerra. A pesar de su acaudalado origen, mostrará miedo al salir de las trincheras y será herido. La guerra es un medio igualitario, no respeta a ricos ni a pobres, ante la muerte y destrucción todos son iguales.
Huelga decir que el simple visionado de la obra maestra de David Lean Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962) basta para hacernos una idea del papel que jugó la caballería en los éxitos aliados.
El filme vuelve a ser tremendamente realista cuando muestra la subasta de caballos que irán a parar a manos de carniceros. Así fue en realidad. Si el caballo era viejo o no estaba sano iba a parar a una carnicería, en caso contrario, se vendía a manos privadas o bien era readquirido por el Ejército como ocurrió con los caballos australianos, que fueron a parar a unidades británicas acantonadas en la India. El sacrificio de los animales provocó disgustos a los soldados y oficiales que convivieron con ellos. Así pues la película no dramatiza, ni fabula, en este aspecto.
La adopción de animales por parte de la tropa, fuera cual fuese su nacionalidad, no fue extraña. Perros, gatos, ratones de campo, tejones, eran siempre bienvenidos en las trincheras. Más allá de aportar diversión y, porque no, ternura en mitad de un ambiente de degradación, cumplieron decenas de trabajos como llevar correos a través de las líneas, o cazar ratas. Lamentablemente, y al igual que ocurría con los seres humanos, fueron víctimas de la barbarie. El Ejército Británico perdió a más de 70.000 perros durante la guerra.
Más que cinta de ciencia-ficción, La guerra de los mundos es la aportación de Steven Spielberg a la pesadilla del 11-S. Si en los años 50 los marcianos que aterrorizaban a Estados Unidos representaban el terror al comunismo, los alienígenas que destruyen Nueva York en la cinta protagonizada por Tom Cruise, son las paranoias y miedos surgidos del funesto ataque a las Torres Gemelas.